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Cuando Cali se volvió salsa

María Elvira Bonilla

14 de septiembre de 2008 - 05:59 p. m.

ESTE FIN SE SEMANA CONCLUYÓ EN cali la tercera versión del Festival Mundial de la Salsa, en uno de los escenarios al aire libre más bellos de Colombia: el Teatro al Aire Libre los Cristales.

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Una maratón de grupos juveniles innovadores en su estilo de bailar, creativos en vestuarios y coreografías, que reflejan lo profundo de una tradición que se ha ido perfeccionando en las más de 400 escuelas de salsa, formadas espontáneamente en los barrios populares de la ciudad. Son al menos dos las generaciones de caleños bailando, sin que nada las detenga, como si la salsa se hubiera convertido en una forma de resistencia a las tensiones, el deterioro, la violencia y la depresión que han asolado la ciudad.

Desde hace más de cuarenta años, negros, blancos, mestizos, emigrantes, desplazados y raizales bailaban en Juanchito, en el Abuelo Pachanguero, en Jonca Monka o escuchaban salsa en el Habana Club. Una corriente de música y goce tan fuerte y tan masiva, que cantantes como Richie Ray, Willie Colón, Héctor Lavoe, las Estrellas de la Fania All Stars, Celia Cruz, estrenaban en simultánea en Nueva York y Puerto Rico los LP que entraban por Buenaventura y se inmortalizaban en las famosas ferias de Cali.

Los grandes de la salsa hicieron vibrar las casetas en cada diciembre, con una efervescencia urbana que fue recreada por el movimiento artístico de los años setenta, con los grabados de María Paz Jaramillo y Pedro Alcántara Herrán; los carboncillos y dibujos de Óscar Muñoz; los testimonios documentales de Umberto Valverde, las fotografías de Éver Astudillo y Carlos Duque y los eslóganes publicitarios de Hernán Nicholls.

La literatura de Andrés Caicedo, quien con su novela ¡Que viva la música!, donde adolescentes “burguesitos del Nortecito y el Oeste” se atreven a irrumpir en el mundo prohibido de la salsa, anticipó una fractura que con los años tomaría la forma de una crisis dramática en lo político, lo económico y lo social. Y eso que entonces Aguablanca, el gran asentamiento popular de hoy, una invasión de pobreza y desesperanza en la orilla del río Cauca con más de 500.000 habitantes en su mayoría negros provenientes de la costa Pacífica, que ha definido los tres últimos alcaldes de Cali, era apenas un prospecto de barriada.

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Pero si hay algo que ha logrado subsanar las dolorosas heridas de la polarización social, ha sido la música. El baile como forma de divertimento y de reencuentro entre las dos orillas. Esa tradición popular, auténtica y alegre, que como tantas cosas en Cali, en su momento contaminó, corrompió y cooptó el dinero maldito de los Rodríguez Orejuela y compañía, ha recuperado su espacio con renovadas energías. Espectáculos como Delirio, los masivos conciertos populares y los campeonatos de salsa, bochorno de sudor y ritmo, rescatan mucho del espíritu caleño y consiguen, por momentos, diseminar las rabias y frustraciones contenidas, para encontrar alguna comunión alrededor de la música y del baile.

Como si la fiesta se convirtiera en un punto de reencuentro con una identidad perdida, capaz de reconstruir puentes rotos y subsanar heridas. Algo que ningún discurso ni ningún político ha podido hacer. Porque si hay algo que los caleños han logrado salvar de la estigmatización, es la alegría. Esa alegría que finalmente remite a la ciudad soñada.

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