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SON TRES MILLONES DE JÓVENES los que batallan en el mundo de la ilegalidad en las favelas de Río de Janeiro decididos a cualquier cosa, con tal fiereza, que la policía apenas si merodea su territorio sin atreverse a irrumpir como narra Jon Lee Anderson en su reportaje Río, tierra de pandillas.
También en las calles de South Chicago, el barrio donde creció Michelle Obama, la muerte prematura acecha y los entierros son rituales de vecinos y familias evocando las tradiciones ancestrales negras de las que da cuenta un informe reciente en la prestigiosa revista The Atlantic. Ni qué decir de México donde los jóvenes son el combustible humano en la desalmada guerra entre los carteles por el negocio de la droga o las temibles Maras centroamericanas, una amenaza social imbatible. Igual sucede en Colombia, con los jóvenes como víctimas o victimarios, organizados en la misma modalidad de pandillas, barras o parches. Medellín con los crímenes urbanos disparados, también en Bogotá, en Soacha, en Buenaventura, en Potrerogrande, en Aguablanca en Cali, un asentamiento de 5.000 personas provenientes de las invasiones del jarillón del río Cauca, donde la semana pasada murieron violentamente cinco muchachos.
Comparten todos una fatalidad aterradora: aceptar la muerte como un hecho cierto cuando apenas empiezan a vivir. Jóvenes que viven en el borde, para quienes, como ellos mismos dicen, “la muerte ya no es lo peor”. No temen morir ni matar. Tampoco al castigo humano ni al divino. Ni a la ley ni a la autoridad —que no reconocen ni respetan—. Existen en un presente prolongado donde las zapatillas (los zapatos tenis), el equipo de sonido, la moto, el fierro, valen más que la vida misma. Banalizada y trivializada, inmersos en una sociedad que no los contiene, ni les da salidas, donde la ley, la justicia y los cánones de convivencia social ya no sirven para reconstruir el tejido social roto.
La realidad es abrumadora y el desafío enorme. ¿Qué queda cuando matar ha dejado de ser tabú, prohibición, un hecho condenable social y moralmente? ¿De qué aferrarse? El margen para reconstruir valores y sentido de vida en sociedad se va haciendo estrecho, así como la posibilidad de detener el espiral incontenible de muertes violentas. Por más generalizado que sea el fenómeno en el mundo posmoderno, con constantes comunes como la presencia desbocada y destructora del narcotráfico, cada país y Colombia no escapa a ello, está obligado a asumir con urgencia una reflexión de fondo que permita revelar claves para avanzar. Urge plantear en el país una política de Estado dirigida a los jóvenes; una política creativa y novedosa, capaz de dar respuestas más allá de las fórmulas convencionales de educación formal o de propuestas efímeras de generación de ingresos que no tocan las fibras profundas del problema. Una política audaz que ataje el vertiginoso descenso hacia los infiernos, que siembre esperanzas para que los jóvenes de las barriadas urbanas se reenganchen con la vida, de manera que la muerte vuelva a ser lo peor.
