Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El próximo domingo se votará sin convicción ni entusiasmo.
Sin apasionamiento y por inercia, tal como han sido las campañas electorales. Se abstendrán los jóvenes y en los municipios se verán los votantes que participarán borreguilmente amarrados por la caciquería electoral.
Cuánto quisiéramos todos poder dejarnos impresionar por candidatos con vidas ejemplares y rostros limpios, liderazgos construidos sobre ideales y propósitos, con consistencia y convicciones no transables. Estos son los grandes ausentes en las elecciones regionales, tal vez las más importantes para las personas del común. Las elecciones que definen la calidad de la vida colectiva en ciudades, municipios y veredas, aquellos escenarios donde transcurre la cotidianidad de la gente, concreta, real.
Estamos, por el contrario, enfrentados a una rapiña de intereses entre unos dirigentes encerrados en sus propios discursos, atados a componendas y acuerdos, que buscan copar alcaldías y gobernaciones, concejos y asambleas para acceder al posterior reparto de los recursos públicos, puestos y contratos. Los elegidos constituyen el primer eslabón del aparato electoral que sostiene la deteriorada democracia colombiana.
No se elige a los mejores, sino a los más vivos. Aquellos que han logrado colarse con argucias o billete en la telaraña espesa que controla la política en veredas y ciudades. Basta ver la multiplicación de denuncias de cientos de candidatos por sus pasados oscuros que denotan agallas y codicia, documentadas por los distintos observatorios electorales. El último informe de la Fundación Paz y Reconciliación advierte al menos de 150 aspirantes vinculados abiertamente con la ilegalidad, especialmente en regiones críticas como La Guajira, Casanare, Cesar y decenas de los municipios más pobres en las costas del Pacífico y el Caribe.
Resulta más que evidente la crisis de la política con la degradación de sus prácticas gobernadas por la ambición personal, la perversa lucha por conquistar resultados inmediatos con la trampa y el atajo, con triquiñuelas y componendas por debajo de la mesa, con las cartas marcadas a la manera mafiosa que dejó su huella indeleble en el país.
Este sentimiento sombrío frente a las próximas elecciones parecería confundirse con la de una protesta ingenua, una reacción elemental y una voz facilista antipolítica, un lugar común de lamentaciones abstencionistas. Pero nada de eso. Es el afán por reivindicar el sentido mayor de la política, la Política, con P mayúscula, la de la lucha por los grandes ideales, la de los proyectos transformadores. Esa actividad que permite que sobresalgan las capacidades de liderazgo y la fortaleza para juntar voluntades alrededor de ideales con propósitos nobles que redunden en el beneficio de las comunidades. La P de la polis griega que enaltece la vida plena, la convivencia armónica que es el ideal de los seres humanos y de la que cada vez se está más lejano.
La política con P, esa que está llamada a ser la actividad superior del individuo, la que abre el camino de los acuerdos básicos, públicos y transparentes con los que se teje la vida en sociedad. Es esa Política, precisamente, la que seguimos enterrando elección tras elección.
