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LA GUERRILLERA KARINA, ESE ENgendro del mal que como comandante del frente 47 de las Farc azotó Caldas, Antioquia, Risaralda y Chocó, vive hoy tranquila, cómoda y segura en un apartamento en la base militar de Carepa, que el gobierno le acondicionó a su gusto.
Karina, ahora Nerys Mosquera, terminó premiada por el Estado al que combatió, mientras que sus víctimas, miles en los 20 años de actividad guerrillera, están enterradas o sumidas en la pobreza, el destierro y el abandono. La confesión formal de 80 fusilamientos, 12 asesinatos, reclutamiento forzado de 108 menores, 14 tomas y 20 ataques a poblaciones, con “todo lo que deriva: homicidio, toma de rehenes, daño en bien ajeno…”, que acaba de realizar ante la Fiscalía, no tiene ni asomo de arrepentimiento ni trasluce intención alguna de aportar a la verdad, sino evitar una condena de hasta 60 años y pagar infelices ocho años, en medio de viajes, publicidad televisiva e interacción permanente con la población del Urabá antioqueño, donde viven hijos, parientes y amigos de la gente que martirizó.
Así es la Ley de Justicia y Paz. Así es la política de recompensas y de sapos, bautizada eufemísticamente como de colaboración con la justicia. La suerte de Karina es un crudo ejemplo de la escuela maquiavélica que montó la Casa de Nariño para justificar todo en aras de resultados rápidos, aplicando el viejo principio de que el fin justifica los medios. Con ello se hizo del delito de cohecho un mecanismo para tramitar leyes en el Congreso, patético en la “Yidispolítica” y repetido en el fallido trámite del referendo reeleccionista; se justificó violar acuerdos internacionales de las Naciones Unidas para bombardear el campamento de Raúl Reyes en Ecuador y se permitieron los falsos positivos, que llevaron a asesinar a 2.000 jóvenes inocentes, convertidos en supuestas bajas guerrilleras, para conseguir ascensos, y que la relatora de la ONU describió, no como algo casual, sino como un patrón de comportamiento. Con ello se utilizó el DAS, la inteligencia del Estado adscrito a la Casa de Nariño, para infiltrar dirigentes de la oposición y magistrados de la Corte Suprema de Justicia a fin de construirles falsos señalamientos y desvirtuar y entorpecer su trabajo de investigación de vínculos de los políticos con el paramilitarismo. Todo ello ha dejado en la sociedad una herida infecciosa.
Es una herencia perversa, que el gobierno de Álvaro Uribe Vélez deja sembrada en las conciencias de los colombianos, y que condujo, además, al desbordamiento de la corrupción y a generar equívocos en la opinión pública, como el de hacer creer que un personaje tan siniestro como Karina puede transformarse en gestor de paz por cuenta de una caprichosa decisión presidencial.
Lo que olvidó el círculo en el poder durante estos años fue que las sociedades, y en especial las jóvenes, conservan resortes éticos, capaces de reaccionar y que, hastiados con tanta arbitrariedad e ilegalidad, tienen la fuerza para gritar ¡basta!, y en las urnas votar por un cambio. Por esto, pase lo que pase electoralmente, el país ya no volverá a ser el mismo después de la rebelión verde.
