NADIE HUBIERA IMAGINADO A JUAN Manuel Santos presidente, hablando de la revolución de la tierra.
De la reforma agraria que el país estaba esperando y que se hará desde el Estado, con las miles de hectáreas incautadas a narcos y paramilitares. Ni tampoco afirmando que lo que se obtuvo con violencia, “lo vamos a devolver a sus legítimos propietarios con los instrumentos de la justicia y la ley”. Resultaba increíble tanta vehemencia y convicción, tanto compromiso frente a la deuda pendiente que tiene el país con los miles y miles de campesinos víctimas y desplazados. Y menos que el escenario escogido hubiera sido Carimagua.
La misma Carimagua en el corazón de los Llanos Orientales que en 2007 el ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, intentó entregarle a un puñado de empresarios de palma africana. Una decisión que estuvo a punto de costarle una moción de censura de la que lo salvó la aplanadora uribista en el Congreso. En el manejo del tema de tierras y de las víctimas el gobierno de Santos va en la dirección opuesta a la de su antecesor.
El contraste es evidente. Vinimos a Carimagua, dijo Santos, a entregar este vasto terreno a quinientas familias campesinas desplazadas. Los nuevos propietarios de este campo sembrarán aquí cultivos de arroz, maíz y soya, con una visión de cadena productiva, desde la agricultura hasta la producción de proteína animal. El esquema que implementarán será el de titulación individual y producción colectiva con el apoyo de créditos, paquetes tecnológicos y comercialización por parte del Estado.
El acto no pudo ser más simbólico. Allí mismo, el presidente entregó a más campesinos para trabajo en proyectos asociativos las 38.000 hectáreas que estuvieron en manos de 44 testaferros del exsenador Habib Merheg, gracias a una titulación fraudulenta que se hizo también en el ministerio de Andrés Felipe Arias en 2006. Merheg entonces formaba parte de la bancada de Colombia Viva, un partido pequeño pero determinante para asegurarle la mayoría en el Congreso a la coalición uribista. Terminaron premiados de un plumazo, empleados de los negocios de televisión por cable de Merheg y de su unidad legislativa, que nunca habían puesto un pie en las tierras del Vichada.
Las 15.000 hectáreas que el paramilitar Cuchillo había conseguido con falsificaciones de escrituras en Mapiripán, el epicentro de la terrible masacre que marcó en 1997 la irrupción sangrienta de las Auc en la Orinoquia, también pasaron a manos de familias campesinas que quedaron mendicantes y dispersas después del éxodo masivo de finales de la década pasada.
“¡Aquí empieza la verdadera revolución de la tierra!”, repitió Santos. “¡La revolución buena! ¡La que se hace con voluntad política y al lado de la ley, y no con armas, muerte y violencia!”.
“Si logramos nuestro objetivo, si reparamos a las víctimas, si devolvemos las tierras a los campesinos que la merecen —porque la trabajan con vocación y sudor—, ¡habrá valido la pena para mí ser presidente y para todos habernos empeñado en esta tarea!”, concluyó. Y la sociedad habrá pagado la deuda pendiente con el mundo rural colombiano, el más azotado en estos 30 años de demencial violencia.