EN UN PAÍS EN GUERRA COMO COlombia, tener una mirada crítica frente a los militares está prohibido. Es casi un sacrilegio.
Quien se atraviesa a ello de inmediato es satanizado y señalado de traidor, antipatriota y amigo o al menos cómplice de los enemigos del Estado. Sin embargo ello no logra negar la realidad de la existencia de errores fatales como los cometidos por las Fuerzas Militares durante los trágicos hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985, durante la fatídica toma del Palacio de Justicia. Su verdad desgarradora e innegable la acaba de presentar la Comisión de la Verdad, en su extenso informe. Las entidades del Estado, su Fuerza Pública, jamás y bajo ninguna circunstancia pueden rebajarse en el ejercicio de su función constitucional para colocarse al nivel de los ilegales. El fin no justifica los medios y menos para el Estado y sus agentes.
Uno de los aspectos más impresionantes del Informe es el desarrollo de la tesis de “la ratonera”. Las Fuerzas Militares al mando de los generales Miguel Vega Uribe, ministro de Defensa, y Rafael Samudio, jefe del Estado Mayor Conjunto, en su afán por golpear la guerrilla del M-19 le habían tendido una trampa para cogerlos “in fraganti”. De ahí el retiro de la seguridad del Palacio el día anterior y la rapidez con que pudieron reaccionar; estaban preparados. Pero todo salió mal. Enceguecidos por su obsesión por arrasar con los guerrilleros del M-19, desataron sin ninguna consideración toda su capacidad bélica para lograr un triunfo a cualquier precio. La demencia y la pasión ciega los llevó incluso a que muchos de quienes se salvaron del fuego cruzado y lograron salir con vida del edificio incendiado, fueran tratados como supuestos guerrilleros, conducidos al Cantón Norte donde algunos fueron asesinados por las balas oficiales; once personas siguen desaparecidas. Que la pesadilla la haya desatado el M-19 no autoriza ni justifica que las fuerzas del Estado le respondan a la ilegalidad con otra ilegalidad.
La terrible y dolorosa lección no se ha aprendido. Las Fuerzas Militares en su afán por producir resultados en su guerra antisubversiva siguen cometiendo errores producto de la misma lógica que terminó en la barbarie del Palacio de Justicia. Los innumerables testimonios de los jefes paramilitares describen al detalle la manera como actuaron, en algunas regiones, de la mano de las fuerzas del orden, en sus acciones violentas, masacres incluidas.
Tal vez lo más patético y dramático, en la misma línea de acción, sean los llamados falsos positivos que siguen imparables, muchos aún por investigar e identificar a sus responsables. Impensable y francamente aberrante que desde el mismo Estado, llamado a proteger a los ciudadanos, miembros de las Fuerzas Militares estén asesinando jóvenes inocentes de los barrios populares para hacerlos pasar como bajas guerrilleras. El “nunca más” que pide el país a gritos sólo puede hacerse realidad cuando se acepten los errores cometidos y por el momento las Fuerzas Militares, los intocables, no parecen estar dispuestos a transitar aún ese camino. Los intocables también se equivocan.