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Son décadas de lucha de las mujeres por el derecho a decidir sobre su vida, sobre su deseo, sobre su cuerpo.
Derecho a tener o no tener hijos o vivir o no en pareja como proyecto de vida, a regirse por sus convicciones, valores y sueños. Nada más personal y respetable que el derecho de cualquier mujer a traer hijos al mundo y nada más desgraciado para un niño que nacer signado por el rechazo. Al mismo tiempo, nada más difícil y doloroso para una mujer, como lo confirman miles de testimonios, que decidir interrumpir un embarazo. Duele vivirlo, da pudor contarlo y queda en la vida de muchas la marca de una derrota.
Tal como lo ha entendido el papa Francisco —y de allí la amplitud de su visión—: “Pienso, de forma especial, en todas las mujeres que han recurrido al aborto”, dijo en la preparación para el Año del Jubileo. “Conozco bien los condicionamientos que las condujeron a esa decisión. Sé que es un drama existencial y moral. He encontrado a muchas mujeres que llevaban en su corazón una cicatriz por esa elección sufrida y dolorosa. Lo sucedido es profundamente injusto; sin embargo, sólo el hecho de comprenderlo en su verdad puede consentir no perder la esperanza… He decidido conceder a todos los sacerdotes, no obstante cualquier cuestión contraria, la facultad de absolver del pecado del aborto a quienes lo han practicado y arrepentidos de corazón piden por ello perdón”.
El mundo avanza y un líder moral como el papa Francisco da un ejemplo de comprensión y de humanidad que choca frontalmente con comportamientos tan obtusos, tan drásticos, como el de la Fiscalía frente al caso de Carolina Sabino. Es un exabrupto humano y jurídico pretender criminalizar un comportamiento humano y privado a partir de un hecho obtenido de una manera ilegal, violatorio del derecho a la intimidad que es consustancial a una conversación privada entre dos hermanas, quienes no buscaban nada distinto a una complicidad para aliviar una angustia familiar en el marco de una investigación sobre las chuzadas a la campaña presidencial de Óscar Iván Zuluaga. Sabino quedó sometida al escarnio público, a la manera de las brujas en el siglo XXI.
Ya la Corte Constitucional había dado un paso al autorizar la interrupción voluntaria del embarazo en tres casos: violación, malformación del feto y riesgos para la salud física y mental de la madre. Igual se abroga el derecho del Estado a intervenir y legislar sobre asuntos que pertenecen al fuero íntimo de las mujeres. Cada quien es dueño y dueña de su cuerpo. ¿Qué hace el aparato de justicia, el Estado colombiano, metido en decisiones personales como son el aborto o el matrimonio y la adopción de niños por parejas del mismo sexo?
Esta última cacería de brujas desnuda aún más la hipocresía en que está sumida nuestra justicia. Hay una percepción colectiva sobre el hecho de que quienes tienen la enorme responsabilidad de administrarla, de juzgarnos, ya no inspiran el respeto que su función social exige; perdieron la honorabilidad, la rectitud y claridad de sus acciones, y el miedo y una arbitrariedad amenazante y poderosa empiezan a gobernar.
