El acierto en los nombramientos que ha hecho Juan Manuel Santos parece directamente proporcional a la molestia presidencial, y en este sentido el de Juan Camilo Restrepo, duro crítico de la política de exenciones y de la desviación de los subsidios de AIS a poderosas familias de la Costa, es el que más urticaria le ha producido a Uribe, quien hace unos meses se atravesó como mula serrera para impedir que llegara a la dirección de la Federación de Cafeteros.
Que Santos ponga a la cabeza del Ministerio de Agricultura a una persona con estatura de estadista y de tan altas calidades personales como las del doblemente exministro -tan distinto y tan superior a peoncillos de brega como ‘Uribito’-, envía un fuerte mensaje sobre la intención de producir un revolcón en el campo
Eso supone un cambio de modelo: pasar de uno que privilegia a los sectores empresariales para hacer productiva la tierra, y que convierte a los desplazados y a los campesinos en general en empleados de los proyectos agroindustriales (remember Carimagua), a uno que, más allá del desarrollo agroindustrial, hace de la economía campesina uno de los pilares de la productividad rural, y concede especial importancia a la restitución de tierras, materia en la que el gobierno saliente se rajó.
El caso de las tierras de Curvaradó y Jiguamiandó lo demuestran: cerca de 100.000 hectáreas arrebatadas por las Auc a las comunidades negras de esos municipios chocoanos a finales de los años 90, y que por incompetencia, indiferencia o lenidad del Incoder no les han devuelto ( han tenido que intervenir desde la Procuraduría hasta la Corte Constitucional).
La restitución de tierras –sólo uno de los muchos “chicharrones” que hereda Restrepo- implica una tarea titánica que debería empezar por la reorientación del Ministerio y de las instituciones del sector, en especial del cuestionado Incoder. Se trata de reversar la contrarreforma agraria que hicieron paramilitares y narcotraficantes con la complicidad de funcionarios y políticos venales, y el concurso de miembros de la fuerza pública.
Según la Comisión de Seguimiento de la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, 5,5 millones de hectáreas les fueron despojadas entre 1987 y 2008 a más de cuatro millones de campesinos, con el agravante de que gran número de ellas o no fueron aprovechadas en forma eficiente o fueron dedicadas a ganadería extensiva, factores que explicarían en parte la disminución de la producción agrícola -una de las causas del menor dinamismo del PIB del sector en los últimos años-, y los efectos negativos en la seguridad alimentaria. A esto se agrega que el Agustín Codazzi no tiene actualizado el catastro –apenas un poco más del 50 por ciento de los predios rurales-, y que no existen las herramientas jurídicas necesarias para agilizar los procesos de extinción de dominio y de restitución de las tierras.
Menuda tarea enfrenta el nuevo gobierno, que debe tramitar leyes para desarrollar su ambiciosa política agraria y enfrentar con eficacia la situación que crearon la violencia y el despojo. Será la oportunidad para mostrar su margen de maniobra y para medirle el aceite al Congreso que entre sus filas tiene a terratenientes y herederos de parapolíticos, y cuya tradición ha sido sobre todo la defensa de la gran propiedad. Porque de reforma agraria… poco. Desde la Ley 200 del 36, el primer intento serio de reforma agraria, muchos otros fracasaron, como la de Lleras Restrepo, enterrada por el llamado “acuerdo de Chicoral” en el gobierno de Misael Pastrana.
¿Será el nuevo gobierno, con Juan Camilo Restrepo a la cabeza, capaz de hacer el revolcón y de convertir a los campesinos en uno de los ejes de la prometida “prosperidad democrática”? La esperanza es lo último que se pierde.