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Creo que la corrupción —en el sector público y en el sector privado— es hoy nuestro problema más grave, el cáncer que está carcomiendo las entrañas de las instituciones. Un fenómeno que está empeorando según la opinión del 79% de los entrevistados por Gallup hace pocas semanas.
En otras palabras, la percepción es que prevalece el soborno, el cohecho, el tráfico de influencias, la utilización del poder en beneficio propio, las consideraciones privadas —familiares, de grupo o de amistad— para obtener beneficios personales económicos o políticos; que los actos de corrupción quedan en la impunidad y las instituciones públicas no dan respuesta a las necesidades del ciudadano de a pie, ni tienen mecanismos transparentes de rendición de cuentas. Una percepción que se refleja en la falta de credibilidad y de confianza en instituciones como el Congreso, los partidos, la Fiscalía, las cortes y en general el aparato judicial, cuya imagen nunca había registrado niveles tan bajos: 75%, según la encuesta citada.
La corrupción ha desbordado las “justas proporciones”, y el porcentaje de deshonestos es alto y ha llegado muy arriba, hasta empresas prestigiosas como Familia, Kimberly, Papeles Nacionales, Carvajal y Scribe, entre otras, que se amangualaron para manipular los precios de pañales, papel higiénico, servilletas y cuadernos, y a firmas de gente supuestamente “bien”, como Interbolsa, que esquilmó a sus clientes. Y lo más grave, hasta las altas cortes, comprometidas en una serie de escándalos de los cuales el de Pretelt es la tapa de la alcantarilla. Y esto para no ahondar en el origen del enorme poder que concentran el fiscal Montealegre y el procurador Ordóñez, que han armado sus propias roscas y no están libres de culpa.
El porcentaje de deshonestos es alto porque el afán del lucro y la ambición de poder arrasaron con la ética y el respeto por las leyes; porque hay instituciones que favorecen situaciones para aplicar la ley a discreción, pedir coimas e intercambiar favores, hacer concesiones a amigos y clientela, crear contabilidades paralelas y evadir o eludir impuestos, entre otras muchas trapisondas; porque es débil e insuficiente la capacidad institucional para hacer cumplir las leyes, y porque pese a que hay tipificados delitos asociados con la corrupción —prevaricato, cohecho, soborno, concusión, celebración indebida de contratos, enriquecimiento ilícito…—, los casos son difíciles de perseguir.
Investigadores y fiscales se ven a gatas para desenredar los entramados corruptos, para demostrar dolo o acuerdos irregulares. Rara vez hay documentos —pruebas reinas— para probar los delitos; todo se hace con intermediarios, nunca directamente; así el jefe se distancia del delito y, si éste es denunciado o descubierto, puede decir que fue a sus espaldas, que no tenía manejo directo del asunto, de la administración o de los recursos; las promesas a cambio de dinero son siempre de viva voz y la plata es reciclada sin dejar huellas e incluso consignada en el exterior. Y si los casos implican a magistrados, la Comisión de Acusación, su juez natural, es garantía de impunidad (hay 1.052 procesos contra magistrados que duermen en los archivos).
¿Cómo, entonces, eliminar o disminuir la corrupción si el Estado presenta tantas grietas por donde se cuela la podredumbre, si la cosa pública se volvió la “cosa nostra” y la sal está dañada? No será mediante el reformismo del Gobierno, que asume que con los ajustes que propone, esta vez sí será posible escoger personas probas para integrar los tribunales hoy gravemente cuestionados. Las medidas son necesarias, pero insuficientes. Corresponde a las cortes recuperar la legitimidad y la confianza pública. Quedamos a la espera.
