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EL HAY FESTIVAL ES LA CELEBRAción de la loca de la casa, la bella metáfora que usó la santa de Ávila para nombrar la imaginación.
Cuatro días anduvo suelta esa loca por las calles de Cartagena y en las salas donde conversaron los más diversos personajes, que contaron cuál fue ese momento mágico que les abrió el camino de la creación. Curiosamente, detrás de aquéllos que oí —Blades, Millás, Nettel, Baricco, Claudel, Haddad, Solares...— hubo una madre, una abuela, un maestro, un libro que, como en una especie de epifanía, les descubrió el universo de los libros y con ellos las posibilidades de la imaginación. La literatura les permitió exorcizar o confrontar sus demonios, sus fantasmas, su otro yo; interrogarse y contestar, protestar y rebelarse, interpretar y reinterpretar su mundo y el mundo de los otros, crear mundos paralelos donde las mentiras son verdades y las verdades mentiras.
Este preámbulo sólo para reafirmar mi convicción —la misma de tantos— sobre la lectura como instrumento salvador. Suena hiperbólico, mesiánico, pero creo y quiero seguir creyendo que este país sería otro si la imaginación —no la pasión— fuera la loca de la casa.
La lectura, la palabra, la literatura, permiten imaginar soluciones posibles. Lo constató el jurado del Concurso Nacional de Cuento (RCN-Ministerio de Educación), que premió a los ganadores en el marco del Festival: treinta cuentos de estudiantes de entre 8 y 17 años, la mayoría atravesados por la violencia y en los cuales, según el escritor argentino Andrés Neuman, miembro del jurado, “la fantasía y la imaginación no riñen con la observación de la parte cruda de la realidad”. Más aún: la imaginación les permite la esperanza, vislumbrar vías de escape, soluciones.
El Plastilinero, de Juan Pablo Simón Rico, 9 años, es un conmovedor botón de muestra: la historia del inventor de “una cápsula con vapor mágico y chispitas de colores”, alimentada con plastilina, que transforma a los niños con cáncer en niños de caucho que pueden “vivir sin volverse viejos y sin frío ni hambre 100 años más”, y ablanda los cerebros de los violentos para poderlos amasar y hacerlos “buenas personas y felices”. El Plastilinero muere aplastado por una multitud histérica que llega a su laboratorio en busca de cura. La cápsula también es destruida. Pero no todo está perdido: los planos están a salvo y la máquina es reconstruida. “Poco a poco, el mundo fue cambiando y mejoró muchísimo. Ya sólo quedaban bombas y misiles de caucho y turrón y pistolas de chocolate. Hasta les operaron el cerebro a algunos presidentes para que no pensaran en guerras. Los hombres no volvieron a dañar la naturaleza ni a desperdiciar el agua (…)”.
El cuento de Ángela María Blanco, de 16 años, ¡Aquel que tenga alas, que vuele!, fue otro de los que sorprendió al jurado por su calidad literaria. Es redondo, empieza y termina con la misma imagen: unas plumas. “Siempre que él me pregunte por las plumas suspendidas en el aire, que se amontonan en mi cama y por toda la habitación, le diré que son de un ave que entra por la ventana y que no he podido atrapar. Las plumas y cicatrices en mi espalda son el tiempo. Lo que hice y lo que dejé de hacer. No tuve remedio, ninguno otro que yo misma. Porque no tuve salida y no pude escapar de mi propia miseria. Porque viví tras la sombra de un ángel que nunca fui. (…) Vivo con un hombre que amo, él está harto de las plumas por toda la casa, piensa que le escondo un gran secreto. No lo va a creer. No se lo contaré. Juntamos nuestras horas a relojes totalmente alterados. Nos toleramos. Nos amamos. Mañana iré a visitar a mi madre. Mientras tanto sigo serena, casi feliz. Tuve alas y no volé. El que tenga alas que vuele”.
