Nadie quiete al magistrado Pretelt en la Corte Constitucional: ni sus compañeros, ni las otras cortes, ni el Gobierno, ni el fiscal, ni la Corte Interamericana de Derechos Humanos...
Y en el Congreso, sólo los del Centro Democrático de Uribe, responsables de ternarlo, y algunos de la U y del Partido Conservador (¿los costeños?), que votaron a favor de concederle la licencia que pidió.
Son muy graves los cargos que pesan en su contra —soborno y tráfico de influencias—, además de que sobre tierras en Urabá hoy de su propiedad hay reclamaciones de campesinos que fueron despojados de ellas a sangre y fuego por paramilitares. Su empeño de mantenerse en el cargo es insostenible. Indigno es querer hacer prevalecer los intereses personales sobre el interés superior del alto tribunal, más aún si, como él mismo lo reconoció, más de una vez se reunió con el abogado de Fidupetrol, Víctor Pacheco, quien lo acusa de soborno y quien fue informado por Pretelt de que la causa estaba perdida. Confesión de parte de que quebrantó el reglamento interno de la Corte que obliga a la reserva sobre los trámites y deliberaciones de la Sala Plena, y las providencias en proyecto o que no han sido publicadas oficialmente, y cuya “inobservancia será sancionada conforme a la ley” (art. 81, cap. XX).
El escándalo —a medida que se conocen más aristas, más asco produce— evidencia que la raíz de los problemas que afectan a la Corte Constitucional —y también a las otras cortes— no está propiamente en el diseño institucional original de esas instituciones, sino en el cambio del “articulito” que permitió la maldita reelección, que, al no ir acompañada por el necesario reajuste del sistema de contrapesos, le permitió al presidente Uribe ampliar su intervención en la elección y nombramiento de algunos funcionarios de los poderes públicos distintos al Ejecutivo. (¡Ojo, presidente Santos!).
Fue la tronera por la que penetraron la politiquería, el clientelismo y la corrupción en los altos tribunales. El tráfico de influencias, las conexiones y la filiación partidista empezaron a cobrar más importancia que las credenciales profesionales y académicas de los aspirantes a las magistraturas. Y a esto se suma que, ante la ineficiencia de la justicia, una figura excepcional como la tutela —con la función de proteger derechos fundamentales— se volvió instrumento normal para resolver asuntos ordinarios, y la discrecionalidad de la Corte para seleccionar para revisión sólo unas pocas de las cerca de 20.000 que le llegan cada mes, en campo nutricio para la corrupción.
El caso que salpica a Pretelt no es el único —son un secreto a voces el tráfico y la compraventa de fallos en las cortes—, y es seguro que la Comisión de Acusaciones no lo resolverá, lo cual añade otro problema a los ya mencionados, y es que a los magistrados no hay quién los ronde y eso se traduce en total impunidad.
Llegó la hora de hacer una reflexión seria y profunda, no sólo sobre la justicia y la necesidad de reformar el diseño de sus instituciones y los requisitos y la forma de acceso a los altos tribunales, sino en especial sobre lo que está pasando entre quienes supuestamente deberían ser ciudadanos libres de toda sospecha en la aplicación del derecho y en el juicio sobre lo que es ético y moral. Hay que impedir que a las cortes sigan llegando juristas sin escrúpulos para los cuales priman los intereses particulares sobre la función superior de administrar justicia, y para quienes, como asegura el abogado defensor de Pretelt, Abelardo de la Espriella, “la ética no tiene nada que ver con el derecho”.