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LOS ASESINATOS DE JÓVENES, EUFEmísticamente llamados ‘falsos positivos’, han sido criticados desde el punto de vista de políticas fundadas en ‘estímulos perversos’: a las brigadas que reportaban mayores ‘bajas en combate’, les correspondían mayores honores y bonificaciones, ya sea en términos de permisos o dinero. Desde este ángulo, el problema de los asesinatos reside en una política que se enfocó en los estímulos equivocados.
En parte, es cierto que cuando se están diseñando políticas públicas es necesario pensar en términos de estímulos acordes a los resultados que se quieren promover. Pero pensar en términos de estímulos es insuficiente, porque las personas no sólo responden a ellos sino que también se inscriben en climas morales donde ciertas acciones se tornan socialmente admisibles y otras por el contrario son vistas como inadmisibles.
En el caso de los asesinatos de muchachos de estratos bajos, lo que sorprende no es sólo la manera perversa en la que redes de soldados, oficiales y criminales se coordinaron para acceder a las recompensas, sino realmente la ausencia de barreras morales en tantas personas de tan distinto origen social. Si la regla que aplicaron los culpables es que todo vale con tal de ganarse unos pesos, ¿qué nos dice esto de la educación que se imparte en instituciones como el Ejército y la Policía? ¿Qué revela de la pedagogía que reciben los jóvenes colombianos en la escuela? ¿Qué refleja de los ejemplos que ellos reciben en sus familias? ¿O de las enseñanzas que imparten las instituciones religiosas a sus feligreses? ¿O las competencias que se forjan en la educación superior?
Las reglas y los criterios que los individuos aplicamos para juzgar si un curso de acción es aceptable o inaceptable no sólo tienen que ver con lo que cada persona piense por separado, sino también con los marcos establecidos por instituciones civiles y políticas en cada sociedad. Estos marcos no se establecen sólo diseñando estímulos y castigos, sino también promoviendo discusiones sostenidas sobre lo que una sociedad y sus instituciones juzgan admisible e inadmisible, loable o condenable.
En el caso de las Fuerzas Militares, sabemos que desde hace varios años, a raíz de presiones internacionales y nacionales, ellas han introducido en los cursos de ascenso para oficiales unas sesiones enteramente dedicadas al tema de los derechos humanos. El escándalo de los falsos positivos sugiere que estos esfuerzos se han convertido en formalidades con las que la institución cumple, pero que no han tenido un impacto profundo sobre los climas morales que ellas promueven. Quizás los principios que explícitamente orientan estos cursos se ven anulados por otros principios anidados en argumentos que siguen circulando en pasillos de batallones y brigadas y que justamente inspiran prácticas contrarias a los derechos humanos. Quizás para muchos oficiales de las Fuerzas Armadas y la Policía los derechos humanos son lujos de sociedades ya pacificadas pero que no rigen para países que confrontan guerras internas.
Por eso hoy la pregunta que confrontan las FF.MM. es entonces cómo lograr que los principios a los que ellos adhieren explícitamente sean congruentes con aquellos que aplican en la práctica. Esto implica no sólo introducir unos cuantos cursos de derechos humanos, sino revisar el pénsum completo de las escuelas militares, las prácticas de adiestramiento que ellas imparten, los manuales de formación antiguerrillera que ellos usan, porque al parecer, allí es donde reside el origen del problema.
