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Hace cuarenta años, cuando las dictaduras del cono sur mostraban signos de resquebrajamiento, algunos académicos empezaron a preguntarse cuáles eran las condiciones que debían cumplirse para considerar las transiciones a la democracia como “consolidadas”. Desde las miradas de aquel entonces, la consolidación se alcanzaba cuando los actores sociales y políticos centrales adherían a las normas y procedimientos de una democracia y los cumplían en la práctica.
Hoy sabemos que estas adhesiones, más que ser sólidas y estables, son frágiles y deben renovarse permanentemente. Los actores políticos que adhieren una vez a los arreglos democráticos pueden, más adelante, estar dispuestos a abiertamente “patear el tablero” con el respaldo activo o la complacencia de amplios sectores sociales.
Justamente este “patear el tablero” es lo que está haciendo Trump y su corriente política. Pero, ¿cómo llegó allí un país que hasta hace poco se presentaba internacionalmente como el adalid de la democracia?
Nuevas vías al deterioro democrático
En la época de las dictaduras en América Latina, las democracias caían por golpes de Estado conducidos por las FF. MM., que se hacían al poder estatal con el respaldo de sectores poderosos de la economía y la política, y el apoyo abierto o encubierto de Estados Unidos, país que, en el marco de la Guerra Fría, fungía en esta zona del planeta como el gran regulador de lo aceptable y posible.
Actualmente, las democracias se disuelven de otra manera, desde adentro, con actores del sistema político que se hacen al poder por la vía electoral, pero que no manifiestan aprecio alguno por las demás reglas y valores democráticos, como lo hiciera Hitler en la Alemania de entre las dos guerras con su victoria en las urnas en 1933.
Como en esa Alemania de aquel entonces, hoy personas provenientes de muy diversas trayectorias y condiciones sociales y económicas se sienten expulsadas del pacto de bienestar que supuestamente les ofrecía una vida, si no de opulencia, al menos de trabajo digno y progreso gradual. Defraudadas por un mundo político de espaldas a sus preocupaciones, estas personas encontraron la representación de sus angustias en “políticos outsiders” que los aglutinaron en torno a discursos redentores nacionalistas, explícitamente racistas y patriarcales, articulados en un supuesto enemigo común, los “migrantes”.
Las condiciones que propiciaron un actor autoritario en EE. UU.
En EE. UU., las condiciones precarias de vida de muchas personas las han llevado a sentirse defraudadas con la democracia. Sin embargo, los contextos de penuria y frustración, para transformarse en razones del desafecto democrático, deben ser interpretadas y articuladas en un proyecto político que les otorga sentido histórico.
Y esto fue lo que hizo Trump. Su triunfo es la consecuencia tanto de la corriente republicana ultraconservadora que se preparó para dar esta pelea y articuló sus planes en “Project 2025″, como del anquilosamiento, la mudez y el desconcierto de los demócratas.
Y es que es necesario recordar que, aunque el Partido Demócrata fue el adalid de una nueva generación de derechos para las mujeres, las personas LGBTQ+, y la defensa del medioambiente, no supo cultivar la imaginación política necesaria para proponer soluciones de fondo a la desigualdad creciente en su propio país.
En medio de la ausencia de propuestas redistributivas de los demócratas, Trump, con su eslogan de “hacer a América grande otra vez”, recogió los sentimientos de exclusión que embargaban a tantos norteamericanos y los aglutinó alrededor de la persecución a migrantes y personas trans. Además, el gobierno de Trump inició otras cacerías, esta vez contra funcionarios públicos norteamericanos quienes, o investigaron a Trump en uno de los tantos procesos judiciales que tiene, o estaban encargados de impulsar, desde el Estado, la agenda de los programas de diversidad, equidad e inclusión.
Además de estas purgas, la administración Trump ha cooptado instituciones de inteligencia y seguridad como el FBI, nombrando a personas cuyas credenciales no son otras que su lealtad incondicional hacia el líder. Esto augura la transformación de esta agencia en policía política como lo fue bajo Hoover, o como ocurrió, quién lo creyera, bajo Stalin en la URSS o más recientemente en la Rusia de Putin.
Pero la coerción y la concentración de poder en el alto ejecutivo no sólo se despliegan en territorio norteamericano. Bajo la concepción de que el poder es un juego de suma cero, la política internacional de Trump dejó atrás cualquier pretensión de dirigencia consensuada fundada en un mínimo respeto por la soberanía nacional ajena, y osciló hacia su opuesto: un dominio hecho de fuerza e imposición. De allí que el gobierno Trump la emprendiera contra USAID y al mismo tiempo buscara arrodillar a países que, desde su óptica, le deben absoluta subordinación, como los países latinoamericanas o aun Canadá, su vecino del norte. En simultánea, los grandes matones del mundo, desde Putin a Netanyahu, con su estilo de patriarcas encumbrados, se convierten en sus pares y grandes aliados.
Retar la justificación trumpista
Además de pensar políticas redistributivas que atiendan a las dificultades económicas que afrontan tantas familias norteamericanas, las resistencias al proyecto autoritario del presidente Trump están empezando a retar la legitimidad a la que apela su gobierno. Según él y su entorno más cercano, el mero triunfo en las urnas les concede el mandato y la legitimidad de actuar como lo están haciendo. Al fin y al cabo, arguyen, son ellos quienes, gracias a sus mayorías, encarnan la voluntad popular.
Olvidan que la voluntad popular nunca se expresa de manera unánime en las urnas. Además de encausarse en unas mayorías, lo hace también en corrientes de oposición o en espectadores no comprometidos que, a pesar de no votar, siguen siendo ciudadanos titulares de derechos. Justamente es el reconocimiento de esa diversidad la que lleva a la separación de poderes y a la defensa del Estado de derecho, imprescindibles para garantizar la supervivencia del pluralismo político, social y cultural sin el cual ningún régimen puede hoy alardear de ser democrático.
Esto parecen comprenderlo las ciudadanas y los ciudadanos norteamericanos que se volcaron a las calles en el rebautizado “Anti-President’s Day”, afirmando en pancartas y eslóganes que no quieren “ni reyes ni golpes de Estado” en su propio país. Pero estas expresiones civiles, para tener la fuerza de detener los engranajes autoritarios que Trump ya puso en movimiento, requieren del respaldo de las organizaciones partidistas, el apoyo de cada vez más jueces y fiscales fieles a las leyes y a la Constitución, y un Congreso que se sacuda de su letargo y deje por fin su actitud sumisa. Y esto, lamentablemente, es lo que está por verse.
