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EN AMÉRICA LATINA ESTAMOS REdescubriendo que la democracia no sólo está hecha de elecciones y aprendiendo que los autoritarismos ya no llegan de la mano de golpes militares, sino de versiones políticas que combinan viejos rasgos del pasado con el nuevo contexto global.
Ejecutivos fuertes, debilidad institucional, liderazgo carismático, elecciones periódicas y partidos en debacle son las características más sobresalientes del momento actual.
Más allá del nombre que se les ponga a estos regímenes, preocupa que al amparo de arreglos políticos donde ocurren regularmente comicios electorales, muchos conciudadanos vivan en medio del temor y el silencio.
¿Cómo será levantarse a diario sabiendo que el nombre propio o el de algún familiar aparecen en listas negras hechas a punta de maledicencias, rumores, venganzas mezquinas, codicia y señalamientos sin fundamento? ¿Con qué fuerzas y ánimo encarará uno la vida cuando esas intimidaciones llegan a la par de las exhumaciones de cadáveres descuartizados y enterrados en fosas comunes? Como sociedad, no hemos aún logrado procesar los recuerdos traumáticos de la sevicia desplegada hace unos años, cuando ya se levanta en las regiones la amenaza de una nueva ola de terror.
El pluralismo político y la tranquilidad de la que gozamos algunos privilegiados en este país no es el denominador común de quienes viven en ciertas zonas periféricas de las grandes ciudades o en zonas codiciadas por las redes mafiosas y los grupos armados.
Aunque los congresistas vinculados a la parapolítica y los grandes capos estén en la cárcel, las regiones siguen bajo la zozobra que produce estar en la mira de redes armadas que quieren a toda costa hacer prevalecer su dominio. A los jefes encarcelados les siguen los mandos medios y bajos, hechos en la guerra y orientados por la misma ambición sin límite de sus antecesores. Por esta razón, el proceso de sometimiento a la justicia de las dirigencias paramilitares no ha implicado el arribo de la paz y la activación de prácticas democráticas, sino más bien el surgimiento de disputas entre esos mandos medios por quedarse con el control.
¿Cómo encarar esta situación? Lo primero tiene que ver con aceptar estas realidades. En este propósito, los medios y la academia juegan un papel fundamental. Tienen la responsabilidad de brindar a la opinión información no siempre proveniente de las mismas fuentes. Periodistas e investigadores deberían salir a campo, entrevistar a la gente y permitir que desde las ciudades escuchemos y reconozcamos la manera como viven miles de colombianos que no pertenecen a la misma órbita urbana y social que la nuestra.
Además de ellos, los partidos también deberían ser articuladores de país y brindar propuestas de cómo enfrentar lo que está ocurriendo. Hoy, demasiado ocupados en cómo atajar la tercera reelección de Uribe, han dejado de ser voceros de esos ciudadanos cuyos derechos se vulneran día a día. Y el Gobierno, por su cuenta, debería conectarse con estas realidades reconociendo que los consejos comunitarios, las encuestas y los indicadores de seguridad sólo son una de las muchas fuentes que una administración debe consultar cuando quiere realmente tomarle el pulso a la nación.
En lugar de percibir en toda crítica un gesto antipatriótico, el Ejecutivo en particular debería reconocer que las voces disidentes retratan una realidad que sus propios seguidores son, por sus convicciones, incapaces de ver. Sólo así puede asumir el reto de enfrentar esos puntos ciegos que como Gobierno tiene la responsabilidad de encarar y resolver para evitar que las regiones definitivamente queden en manos de los nuevos señores de la guerra.
