FRENTE A LA PROTESTA SOCIAL existen dos grandes interpretaciones políticas. Desde una orilla la protesta se concibe como fuente de desorden e ingobernabilidad, mientras desde la otra se interpreta como uno de los caminos que pueden tomar los ciudadanos para ventilar públicamente sus reclamos. Los primeros imaginan la democracia como una sociedad ordenada, sin sobresaltos ni tumultos, donde periódicamente los electores expresan sus preferencias en las urnas.
Para ellos, los momentos de campaña son los períodos en que los partidos ponen a consideración de los ciudadanos sus programas y los ciudadanos, por la vía del voto, manifiestan sus preferencias. Así, el régimen democrático se asemeja a un sistema previsible y ordenado de inputs y outputs donde cada quien guarda su lugar: los ciudadanos se comportan como buenos electores y los representantes y funcionarios gobiernan.
Para los segundos, por el contrario, la protesta no violenta representa el momento donde se hacen visibles y públicos aquellos agravios que no han sido tramitados por los partidos y las élites políticas. Desde este ángulo, la acción colectiva contestataria encarna un momento de expansión de la agenda pública y de expresión de solidaridades entre vecinos del común que por esa vía adquieren voz en el ámbito político: ellos crean eslóganes y emblemas que comunican sus nociones de un mejor futuro para ellos y las generaciones por venir. Su accionar cumple el papel de volver más plural y más compleja la agenda pública y de hacer más simétrica la relación entre representantes y representados: en un sistema democrático amplio los representantes electos no son sólo quienes construyen agenda, sino que también el ciudadano activo puede hacerlo tomándose las calles con sus preocupaciones y sus sueños.
Las primeras aproximaciones —la democracia como un sistema que se asemeja a un reloj— generan respuestas a la defensiva que en muchas circunstancias radicalizan la protesta y la llevan a optar por mecanismos no democráticos violentos. Las segundas buscan, vía partidos o gobierno, acoger los nuevos reclamos para hacerlos parte de sus programas y obtener así nuevos respaldos electorales. Para ellos la representación política democrática justamente tiene que ver con la capacidad de las instituciones de ampliar sus políticas para acoger las nuevas voces.
En Colombia, como en un mal sueño, el Gobierno responde a este ciclo de protestas con el lenguaje del desprecio y la criminalización. A los indígenas, los corteros de caña y los otros sectores que se han unido a las protestas, se les ha tachado de terroristas y aliados de la guerrilla. Este lenguaje, en lugar de generar un clima propicio para la negociación, termina crispando los ánimos y polarizando a los actores que cada vez más se autoperciben como enemigos absolutos.
Por otra parte, el Gobierno en reiteradas ocasiones ha pedido que no se hable de “terrorismo de Estado” y que se distinga cuidadosamente entre los funcionarios probos y los corruptos y violentos. Comparto este llamado porque creo que una manera de romper la lógica de la guerra es fomentando miradas matizadas que abandonen los estereotipos y las generalizaciones. Sin embargo, sorprende que ese mismo gobierno que predica ese lenguaje matizado para sus funcionarios no sea capaz de aplicarlo cuando se refiere a los colombianos que se han tomado las calles y plazas del país. Ellos, como el propio Gobierno, exigen que se les respete su “buen nombre” y se distinga entre ellos y una guerrilla desprestigiada.