LUEGO DE VIAJAR POR LAS REGIONES colombianas escuchando cómo sociedades locales se hundieron en la barbarie, estoy aún más convencida que un buen vivir en comunidad depende, no de la benevolencia o la perversidad de los individuos, sino de la fortaleza democrática de sus instituciones.
Por fortaleza democrática institucional entiendo la formación de burocracias que han incorporado una afinidad a ciertos preceptos generales, uno de ellos siendo que todos los hombres y mujeres nacemos con los mismos derechos y merecemos el mismo trato. Además de esta lealtad a principios generales, estas burocracias deben desarrollar las competencias para aplicar procedimientos estandarizados para la resolución de disputas y para la imposición de sanciones a quienes, con su conducta, infringen reglas generales acordadas social y políticamente. A medida que estas burocracias aplican estos procedimientos con mayor naturalidad, más avanzan en autonomía frente a los poderosos de uno y otro cuño, y más protegen de esta manera las libertades y los derechos de la ciudadanía en general.
Los grados de fortaleza democrática institucional varían históricamente. Sociedades que en un momento logran altos niveles institucionales de democracia pueden feriar su capital democrático en coyunturas críticas e involucionar hacia situaciones autoritarias. El ejemplo más reciente es el de Estados Unidos que, confrontado a una “amenaza externa”, aprobó el “acto patriota”, directiva que, a nombre de la seguridad nacional, recortó una serie de derechos civiles y políticos de los estadounidenses.
La variación no es sólo temporal. También se pueden presentar distintos grados de desarrollo democrático en un mismo país, entre región y región. El ejemplo clásico de esta variación es el de Italia, donde el norte desarrolló instituciones con un alto componente democrático mientras el sur construyó una amalgama perversa entre funcionarios y redes sociales mafiosas.
Una de las preguntas que académicos y gestores de política pública suelen hacerse se refiere a las condiciones que permiten avanzar o retroceder en términos democráticos en un país. Además de los recursos logísticos y financieros que posibilitan la formación de las burocracias comprometidas con una agenda democrática —academias; códigos de comportamiento formales e informales; reglamentos de ascenso; salarios adecuados— distintos investigadores han señalado el papel crucial que juegan las élites políticas. Son ellas las que toman decisiones, ya sea para afianzar o para debilitar la democracia; son ellas también las que por su visibilidad pública envían señales a la sociedad en general sobre los comportamientos permitidos y los reprobables. Son ellas las que dan ejemplo y se convierten, por los cargos que ocupan, en modelo a imitar.
¿Qué está ocurriendo en Colombia y en países vecinos? Los líderes, en lugar de inclinarse por cursos de acción que fortalezcan las instituciones, están abierta o soterradamente impulsando reformas que los perpetúan en el poder con el beneplácito de electorados dispuestos a apoyarlos así sea a costa de la separación de poderes o de la estabilidad institucional. En contravía de apuestas fincadas en la existencia de figuras providenciales, la esperanza de una mejor vida en comunidad en el país reside en apostarle al lento pero seguro proceso de consolidación democrática institucional. ¿Será posible que en este nuevo año por fin el equipo de Uribe y el propio Presidente admitan una discusión seria sobre las consecuencias que la reelección tiene para las instituciones colombianas?