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COMO TODOS LOS AÑOS, EL 25 DE NOviembre pasado se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
En distintas ciudades del país se organizaron eventos con el fin de divulgar varias tesis que hoy hacen parte de los fundamentos de la convivencia democrática: la violencia contra las mujeres es un crimen y no meramente una práctica desafortunada y muy arraigada socialmente con la que tenemos que convivir. No es tampoco una costumbre inmodificable que sólo compete a quienes se encuentran implicados en ella. Esa violencia por tanto tiempo asociada al ámbito privado es por el contrario hoy considerada en muchas sociedades como un ejercicio de dominación que otorga la cárcel a quienes la practican.
En Colombia hemos avanzado en ese sentido desde que la Constitución de 1991 dispuso que las relaciones familiares se deben regir por los mismos principios democráticos que regulan los vínculos sociales en el ámbito público. Sin embargo, esa misma Constitución también santificó a la familia nuclear constituida por padre, madre e hijos, como la célula sobre la que se levanta la sociedad merecedora incondicional de la protección de las instituciones. En ese sentido, el mensaje de nuestra legislación termina siendo que el núcleo familiar debe conservarse aun cuando éste sea en muchos casos el ámbito donde se cometen atropellos contra mujeres, niños y ancianos; y donde estos sujetos interiorizan y aprenden ellos mismos a ejercer la violencia para dirimir sus diferencias y sus conflictos.
En el país mucho se discute de violencia —la que se ejerce en las calles o en los campos entre ejércitos de todo cuño—. Pero muy poco se debate sobre las maneras cómo esa violencia pública se entronca con la privada. ¿Qué ocurre por ejemplo con las mujeres que habitan zonas con una alta presencia de desmovilizados? ¿Éramos un país pacífico, de amables relaciones en el ámbito doméstico, antes de que se desatara la violencia? ¿Por qué nos cuesta tanto pensar en las articulaciones y engranajes entre costumbres privadas y patrones sociales públicos?
En parte, la ausencia de estas preguntas en la agenda pública tiene que ver con la falta de preocupación que la violencia contra las mujeres suscita en los partidos, las élites políticas, los funcionarios, las organizaciones sociales. En general estas instituciones sociales y estatales piensan que en el país las colombianas hemos avanzado mucho: nos destacamos en los campos profesionales, políticos, de los movimientos por la memoria y la defensa de los Derechos Humanos. Confunden nuestra presencia física en lugares destacados con nuestra representación política.
Recientemente oí de un líder del movimiento de los Derechos Humanos que ellos sí tenían mirada de género porque habían incorporado en sus filas a muchas mujeres. En su argumento confundía de nuevo incluir con representar. El primero exige únicamente incorporar mujeres; el segundo pensar en términos de agendas, problemas, conquistas y retos que como sociedad enfrentamos si queremos que todos, hombres y mujeres, tengamos los mismos derechos y las mismas oportunidades. Representar exige que nos empapemos de cifras, que conozcamos el pasado de las colombianas, que visibilicemos las situaciones donde los derechos de las mujeres se infringen con total naturalidad. Sólo a partir de la aceptación de las desigualdades y devaluaciones que han operado frente a lo femenino y los autoritarismos que han prosperado en lo privado es que podemos realmente plantearnos políticas públicas de largo aliento que consoliden la ciudadanía y la democracia en todos los ámbitos de la sociedad y para todos sin distinciones.
