Alguna vez, el hijo del presidente Turbay Ayala dijo en TV: “Más vale ser hijo de presidente que no serlo”.
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Alguna vez, el hijo del presidente Turbay Ayala dijo en TV: “Más vale ser hijo de presidente que no serlo”.
Al parecer, de eso se dio cuenta temprano el diputado Nicolás Petro.
Tiene razón en que su caso se ha ventilado con poca verificación de las exageraciones esperables de una exesposa adolorida. Un medio independiente, La Contratopedia Caribe, pudo constatar que las consignaciones por $70 millones que figuraban en su extracto bancario de diciembre pasado, publicado como prueba reina de su corrupción, no corresponden más que a las consignaciones regulares de la Asamblea del Atlántico de vacaciones, primas y otras prebendas. Indiferente a la pobreza de sus votantes en Soledad, el poder legislativo local se da el lujo de pagar 26 sueldos al año a cada diputado, resultando en remuneraciones extravagantes como la que recibió Nicolás. Pero él no se inventó la norma.
No obstante, hay señales más sustantivas de que el diputado-delfín ha venido abusando de su reciente poder. ¿Cómo compró su lujoso apartamento? ¿Recibió dineros sucios para campañas y se los quedó? ¿De qué eran los otros millones de los que habló con su expareja? ¿Qué hacía intentando poner o quitar fichas en Telecaribe y el SENA? ¿Y qué de su petición, así no más, de carro blindado a la Unidad Nacional de Protección (por fortuna, rechazada)?
Quizá por su levedad (que se trasluce en su comunicado a la opinión pública), quizá porque el poder se le subió a la cabeza, como reportan que dijo su hermana cuando se enteró, Nicolás no parece darse cuenta, ni siquiera ahora, del tamaño de tronera que le abrió al Gobierno Petro.
Hiere las negociaciones de la paz total, de por sí ya bastante complejas, porque les da piso a los rumores sobre posibles negocios oscuros tras bambalinas para escoger quién se puede someter a la justicia. Pone en duda la voluntad oficial de atacar el multicrimen que hoy doblega, a punta de intimidación o bala, a muchos líderes regionales.
Peor que lo anterior, se burla de la lucha corajuda y arriesgada de Gustavo Petro, quien dedicó buena parte de su vida a denunciar las infiltraciones mafiosas de la política. Debilita la fe de millones que ven en este Gobierno un cambio real frente a la política podrida. Y traiciona a quienes, como Augusto Rodríguez, director de la UNP y escudero del presidente, hoy sufren atentados por enfrentarse con valor a mafias que metieron sin asco su colmillo hasta en una institución que existe para proteger la vida.
Por eso, para recuperar la legitimidad, no es suficiente que el papá pida para el hijo “que lo investigue la Fiscalía”. No. Cuando el pintor Fernando Botero supo que su hijo, de su mismo nombre y entonces ministro de Defensa, había sido artífice de la recepción de dineros del narcotráfico como director de una campaña presidencial, le exigió que confesara públicamente y pidiera perdón.
Petro tiene el deber —y el desafío— de pedirle a su hijo que cuente la verdad y mande así el mensaje claro de que a nadie en este Gobierno, así sea delfín, se le permite traficar con su influencia ni tener devaneos con dineros mafiosos, si eso sucedió. Luego, por supuesto, que la justicia lo juzgue. Si los colombianos vemos a Nicolás Petro contando la verdad, sabremos que el temple del Gobierno de un gran luchador contra la narcopolítica sigue indemne.
Sin un gesto drástico frente a la borrachera de poder de Nicolás, del hermano Juan Fernando o de otros familiares, a Petro y a su Gobierno del cambio les espera un guayabo difícil de curar.