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Coletazos de una revolución malograda

María Teresa Ronderos

21 de mayo de 2023 - 09:05 p. m.

A finales de abril salió un periodista de Ecuador por amenazas de una peligrosa banda delincuencial. En marzo, otra colega ecuatoriana que tuvo el coraje de denunciar a las pandillas que se han tomado las cárceles, también amenazada, salió al exilio. Organizaciones internacionales de narcotráfico de colombianos, mexicanos, albaneses e italianos han descendido sobre el otrora pacífico país vecino para disputarse el control del crimen y, como lo sabemos dolorosamente en Colombia, silenciar a la prensa es paso obligado para tomarse un territorio.

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A comienzos de mayo se decomisaron 2,4 toneladas de cocaína en dos ciudades de la costa Pacífica ecuatoriana. Van 53 toneladas incautadas este año, las mayores del continente. Al mismo ritmo crecen los homicidios, cuya tasa se ha más que triplicado desde 2020; entonces hubo siete homicidios por 100.000 muertes violentas y en 2022 hubo 25 por 100.000.

A la ofensiva de los narcos se suma la debilidad institucional. Hace unos días, el arrinconado presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, decretó la “muerte cruzada”, una figura constitucional con la cual un presidente puede cerrar la Asamblea Nacional y convocar a elecciones para superar un bloqueo del Poder Legislativo. Los congresistas, la mayoría de oposición, habían votado por destituir a Lasso en un juicio político por omisión y malversación de fondos resultante de un contrato entre una naviera estatal y una empresa petrolera.

“¿Cómo Ecuador pasó de ser una nación tranquila, en donde sí caían presidentes a menudo, pero sin tiros, a lo que hoy pasa?” La revolución malograda, de Mónica Almeida y Ana Karina López, recientemente publicado, argumenta que algunos problemas actuales se agravaron en el gobierno del popular Rafael Correa (2007-2017).

Demuestran las periodistas cómo el sueño de Correa y sus partidarios de privilegiar a las clases marginadas y sentar las bases institucionales para un país más moderno y democrático terminó en fiasco. Así, por ejemplo, documenta cómo en el intento por dibujar una Constitución más participativa los correístas destruyeron los pesos y contrapesos concentrando el poder en el Ejecutivo. Eso explica la ironía de que el “golpe” de Lasso a la Asamblea sea constitucional.

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Esa concentración de poder debilitó los controles y —contra todas la promesas de Correa— abonó el terreno para que la corrupción floreciera. El libro cuenta cómo varias figuras de ese gobierno terminaron recibiendo coimas de Odebrecht, cómo su vicepresidente Lenín Moreno (y luego presidente) terminó procesado en un caso de pagos de sobornos de una empresa china. También, cómo el propio Correa fue condenado en un escándalo de sobornos por contribuciones irregulares a su movimiento político, Alianza País.

El otro gran pecado de la revolución correísta fue haber bajado las defensas que tenía el país frente al narcotráfico, dicen las autoras. Quizá de todos modos el crimen organizado se hubiera colado en Ecuador más temprano que tarde, pero no ayudó que Correa desmontara una eficaz unidad de inteligencia policial que había perseguido a los narcos, porque no le era lo suficientemente leal. Tampoco contribuyó a resistir la ofensiva criminal la forma como el presidente manejó la insurrección policial del 30 de septiembre de 2010, que dejó herida la legitimidad de la institución y con ella su capacidad de acción.

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Las revoluciones se tornan agrias cuando hay demasiada distancia entre el discurso emocionado de cambio y la dispendiosa y a veces impopular tarea de volverlo realidad. A Correa no le ayudó la paranoia, cazar demasiadas peleas a la vez ni su obsesión con controlar el relato nacional para que no le fuera adverso. Ojalá nuestros líderes actuales que quieren hacer de Colombia una “potencia mundial de la vida” aprendan de esos errores.

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