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La democracia últimamente anda raída y cargada de odio. Sin embargo, por momentos resucita con potencia y nos da esperanza.
Sucedió en días pasados en el Congreso, con la aprobación de la ley de reforma laboral. Empezó mal. Opositores de la comisión séptima del Senado, como zombis de sus jefes políticos, la habían hundido sin mayor discusión.
Ahí vino el primer milagro democrático: un senador piloso, Fabián Díaz de la Alianza Verde, líder ambiental de Piedecuesta que conoce al dedillo la Ley Quinta que regula el Congreso, apeló la decisión de la Comisión ante la plenaria y le insistió por semanas al presidente del Senado, hasta que este armó una comisión para que decidiera su apelación.
Los senadores Pedro Flórez, del Pacto Histórico, y Ariel Ávila, también Verde, propusieron aprobarla. Con la oposición arranchada en el no, ésta casi sucumbe, pero finalmente cedieron porque la presión del presidente Petro fue tremenda. Propuso someter la reforma a consulta popular y muchísimos colombianos se pronunciaron a favor. No creyeron el manido argumento, sin sustento real, de que reconocerles derechos, muchos de estos perdidos en 2002, aumentaría el desempleo.
Los opositores temieron que Petro usara la consulta como herramienta a su favor en la campaña electoral y, como la voz de la gente les llegó fuerte, decidieron darle un chance.
Pasó entonces el segundo milagro: la reforma revivida llegó a la Comisión Cuarta presidida por Angélica Lozano, otra Verde. La lideró con tacto, según algunos entrevistados. “Se dio algo muy virtuoso, y que poco he visto en el Congreso, quince senadores de todos los partidos trabajando duro por más de diez días, concentrados en sacar adelante contrarreloj la mejor reforma posible”, me dijo la senadora.
Desde el petrismo, que ya se había ilusionado con movilizar al país en año electoral con la consulta como acicate a su favor, dudaron si apoyar esta reforma que no tenía todo lo que querían, como fortalecer el poder sindical u obligar a las empresas a reentrenar a los reemplazados por la automatización, pero vieron que podían aprobar varios puntos de la consulta.
Desde la oposición no querían darle un triunfo a Petro. No obstante, el liderazgo del senador Juan Felipe Lemos, abogado antioqueño, de la U en oposición, convenció a los de su toldo que el palo no estaba para cucharas, y desatender el clamor popular podía ser riesgoso. “No convengo en nada con Petro, pero en este ejercicio parlamentario había que hacer concesiones para tener calma social”, me dijo Lemos.
En las redes hervía el odio extremista. Aun así, primó el consenso. La reforma se aprobó en comisión y plenaria y el 25 de junio el gobierno la hizo la Ley 2466.
Gracias a la pilera de un senador, al buen liderazgo de otros, a la concesión de varios en aras del mejor resultado, se consiguió una ley que obliga a pagar mejor a 10,2 millones colombianos por trabajar en dominicales y feriados o después de las 7 p.m. y castiga el abuso de los contratos por servicios extendidos; que reconoce salarios a los 383 mil aprendices del SENA; que flexibiliza la PILA para que los trabajadores temporales o estacionales puedan aportar a seguridad social; que pone a las plataformas digitales tipo Rappi a pagar parte de la seguridad social a sus más de 150 mil repartidores, entre otros beneficios.
No es una revolución. Es una reforma justa, modesta y que aún falta reglamentar. No obstante, tiene como respaldo la legitimidad de unos congresistas cumpliéndole a sus votantes y prueba que, a pesar de todo, cuando brilla, la democracia tiene el poder de cambiarle de veras la vida a la gente.
