A Edison Lizcano, de 22 años, lo mató el ejército el 18 de mayo de 2002. Lo sacaron a balazos de la casa de sus suegros, en la zona rural de Dabeiba. Lo interrogaron, junto con otros jóvenes, a golpes de culata. Dejaron ir a unos, pero a Lizcano lo fusilaron. Llevaron su cuerpo a la morgue del pueblo, lo desaparecieron y lo enterraron clandestinamente en el Cementerio de las Mercedes.
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La familia vio lo que pasó, los amigos torturados también. El médico forense constató que al joven lo mataron con “un proyectil de arma de fuego” por detrás de la oreja, una maniobra solo posible si estaba boca abajo contra el suelo. La ayudante de la morgue notó que los cadáveres se esfumaron bajo vigilancia militar. El dueño del caballo describió cómo los uniformados lo obligaron a arrastrar su cuerpo, el del carro dijo que los llevó al campo donde lo vistieron de guerrillero.
Cuando la familia denunció el delito ante el personero, comenzó el encubrimiento.
Un capitán, tres soldados, un cabo primero y un mayor se inventaron que Lizcano había caído en un combate que no existió. Al año, una fiscal dijo que no estableció a los autores del crimen. La familia demandó civilmente al Ejército. El Ministerio de Defensa admitió su responsabilidad y la indemnizó 10 años después. El conmovedor relato de Verdad Abierta destaca que, aun así, nadie pidió investigar penalmente a los responsables.
Han pasado otros 11 años y la semana pasada, ¡por fin!, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) condujo una tremenda audiencia pública en la que ocho exmiembros del Ejército confesaron ser cómplices de por lo menos 49 ejecuciones extrajudiciales y haber enterrado como NN a sus víctimas en Las Mercedes. Lo consiguió por el coraje de familias como la de Lizcano, que persistió en la justicia contra todo obstáculo; por mandos medios arrepentidos y civiles valientes, y por pruebas de antropología forense. Los coroneles Efraín Prada y Edie Pinzón, los mayores Yaír Rodríguez y Hermes Alvarado, y tres exsargentos fueron a pedir perdón a sus víctimas.
La práctica militar de matar campesinos y hacerlos pasar por guerrilleros en Dabeiba está documentada por el CINEP desde 1992, pero fue bajo el gobierno de Uribe cuando se tornó descarada. La JEP ha contado 1.611 casos de ejecuciones solo en Antioquia entre 2002 y 2008, y 6.402 en todo el país. Uno de los arrepentidos que colaboran con la JEP dijo a W Radio que el general retirado Mario Montoya, quien fue comandante de la Cuarta Brigada en ese departamento y comandante del Ejército, les pedía “litros de sangre, ríos de sangre. Que si no encontrábamos al enemigo, lo teníamos que inventar…”. Otro le pidió a Montoya que, “por respeto a las víctimas, aceptara su responsabilidad”.
Sin embargo, en Dabeiba hay nuevas víctimas. Los testigos civiles, los arrepentidos militares y sus abogadas, y los propios magistrados de la JEP son amenazados, hostigados con mensajes tenebrosos y disparos de advertencia. Quienes aún se resisten a reconocer que la horrible guerra los hundió a ellos también en el fango del crimen —y no solo a guerrillas y paramilitares— pretenden silenciar una parte de la historia. Blanden la bandera y la patria, ellos y sus áulicos políticos, como dispuestos a extender el conflicto otras dos décadas si con ello logran tapar sus culpas.
La verdad que ahora brilla es que la bandera se volvió hilachas y la patria quedó enlodada cuando, en lugar de cumplir su oficio de proteger a los colombianos, pretendieron aparecer triunfantes, cosechando prebendas y medallas, mientras ordenaban la muerte de inocentes humildes por la espalda y el entierro de sus cuerpos en fosas clandestinas.