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Cuando los 13.000 hombres de las FARC firmaron su Acuerdo de Paz con el Estado colombiano, en noviembre de 2016, la producción de cocaína en el sur perdió a su mayor regulador. Literalmente, ya no existía un gran poder que autorizara la siembra, ordenara la producción y vigilara las exportaciones.
“Cuando se fue [la guerrilla], estalló la crisis: durante cinco meses, la economía informal alrededor de la coca prácticamente se suspendió porque faltaba un ejército que pusiera orden y gobernara la zona”, escribió en 2017 el diario The New York Times.
Ni el Gobierno colombiano ni el ecuatoriano previeron las consecuencias del fin de esa regulación ni trazaron una política para enfrentarlas. Vino la rapiña por el negocio.
En Nariño, el departamento con más coca sembrada del país, con casi 60.000 hectáreas en 2022, un informe de la Fiscalía de ese año listó 11 bandas en pugna, algunas con nombres reveladores como Nuevos Delincuentes o Gente del Nuevo Orden. Y otro más reciente del CICR habla de al menos siete conflictos violentos entre bandas en ese departamento, que causaron en el primer semestre de 2023 más de 16.000 víctimas de asesinato, desplazamiento forzado, minas y desapariciones.
Una gran salida para la cocaína de Nariño, ahora en plena bonanza, es Guayaquil. En Ecuador, antes tan pacífico, otras múltiples bandas han extendido el negocio y la violencia a casi todo el territorio. Un colega decía que hay por lo menos 70 grupos en pugna, aunque el reciente decreto presidencial que declaró el conflicto armado interno solo mencionaba 21.
Los integran jóvenes presa fácil de reclutamiento. El video de la “toma” de TC Televisión de Ecuador, en días pasados, los muestra: jovencitos blandiendo armas sin manejo alguno, pichones de narcos recién reclutados. Los asesinos del candidato presidencial Fernando Villavicencio —crimen ocurrido el año pasado—, colombianos, otros jóvenes dispensables, asesinados luego en la cárcel, son otra evidencia.
Según Insight Crime, en Ecuador las FARC tenían de socios a Los Choneros, que hacían de “banda transportadora” de la droga, para sacarla por el puerto de Guayaquil. Estos, a su vez, la vendían al cartel mexicano de Sinaloa para la provisión de los grandes mercados del norte. Los Choneros mandaron la parada por décadas, sin violencia mayor.
No obstante, con la disrupción que trajo la paz, dice Insight, el cartel mexicano Jalisco Nueva Generación buscó a una bandola más pequeña de Cuenca y Machala, Los Lobos, la armó y la entrenó en sus prácticas despiadadas. Al verlos poderosos y feroces, pronto se les sumaron múltiples banditas para retar a Los Choneros y aliados.
Con menos de dos meses en el poder y sin política de seguridad clara, Daniel Noboa —el joven hijo del hombre más rico de Ecuador, con una fortuna basada en la exportación de banano por US$910 millones— reaccionó ante el último “narcodesafío” imponiendo la bota militar. Ya se intentó en otras partes, pero la fuerza militar ante el narco con el tiempo se vuelve un panal por el que corre dinero sucio. Además, un poder militar inmune para reprimir narcos, como el de Bukele en El Salvador o Duterte en Filipinas, solo termina en una matazón de jóvenes. En Colombia, Petro intenta una política opuesta: diálogo con las bandas y una ofensiva estatal llamada Jóvenes en Paz para ofrecerles a los más vulnerables alternativas de trabajo y educación.
Habrá que ver, pero mientras el negocio siga siendo tan lucrativo por ser ilegal, el narco seguirá ahí, abriendo caminos en nuevas fronteras latinoamericanas, donde sobran los jóvenes carne de cañón, y corroyendo democracias.
