Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace poco se conocieron detalles de la declaración de Marelbys Meza ante la Fiscalía sobre su odisea cuando policías la sometieron al polígrafo en el sótano de un edificio de la Presidencia de la República. Cuando le preguntaron por su mamá, se empezó a angustiar y dijo: “Pienso: «¿Qué hicieron con mi mamá?». (Me) vienen muchas cosas a la cabeza con esta gente, porque a mi hermano lo desaparecieron las AUC”. Ya sabemos el resto de la historia. La Fiscalía pidió cárcel para los agentes policiales que habrían cumplido órdenes de Sarabia, mientras ella ascendió a directora de Prosperidad Social.
Personal de la seguridad presidencial del Gobierno Duque había sometido a la misma prueba a las enfermeras Luz Duarte, Lina Marcela Burbano, Cesia Rodelo y a la empleada Dily Banquett. Ellas cuidaban al padre de la exvicepresidenta Marta Lucía Ramírez. Las interrogaron en el mismo sótano con el dispositivo conectado, alegando que se habían perdido $20.000, ropa y alimentos.
Las autoridades colombianas le tienen fe ciega al polígrafo, aunque en múltiples ocasiones la ciencia ha puesto en duda su utilidad y por ello las cortes de muchos países —incluidas las del Reino Unido— no aceptan sus resultados como evidencia. Quizás porque el aparato disipa la suspicacia por instantes o tal vez por el espanto que despierta solo mencionarlo.
“No sé nada sobre detectores de mentiras, salvo que aterran a la gente”, dijo Richard Nixon, quien tuvo que renunciar a la Presidencia de Estados Unidos después de haber armado una madeja de mentiras para tapar el caso de espionaje ilegal, inmortalizado con el nombre del edificio Watergate.
Dar la orden de llevar a una mujer, cuyo hermano fue desaparecido, a un sótano oficial con hombres armados para ponerle un aparato que supuestamente revela su conciencia obviamente buscaba aterrorizarla lo suficiente para que confesara. Si hasta allá llegó Sarabia porque refundió US$7.000 (o $150 millones, no se sabe), ¿cómo hará para construir sentido de confianza en un equipo que maneja $10 billones al año?
Lo que sí detectan estas historias de abuso de poder es que los poderosos en Colombia no confían en sus subalternos. Viven con miedo y les meten miedo hasta la irracionalidad. ¿A Meza le confían un niño chico, pero no la plata? ¿A las enfermeras, un padre enfermo, pero si faltan $20.000 y comida, hay que aterrarlas con el dispositivo de poderes mágicos?
Colombia, después de décadas de desigualdad inmoral y violencia rampante, está grave en materia de confianza. Dos estudios recientes del BID y de la OCDE confirman que la mayoría de los colombianos no creemos en la honestidad de las elecciones ni en que los impuestos se traduzcan en bienes públicos o infraestructura. Las empresas privadas no les tienen fe a los gobiernos (eso se midió antes de Petro) y viceversa; de ahí que se regule todo y se nos vaya la vida en sacar fotocopias autenticadas, firmas, sellos y en probar que uno es buena persona. Dice el BID en su informe que la desconfianza sabotea la colaboración, obstruye la innovación, “distorsiona la toma de decisiones democráticas e impide que los ciudadanos se unan entre sí para controlar la corrupción”.
Ni la riqueza ni el poder en Colombia se suelen percibir como legítimos por el ciudadano de a pie y de ahí mismo proviene la culpa de los privilegiados que los hace particularmente desconfiados. El abuso a los más débiles emerge de esa desconfianza. Se nos ha metido en la cultura y lo ejercen incluso mujeres educadas y ultrapoderosas como Ramírez y Sarabia. Seguramente no son las únicas.
