Las esperanzas de media Colombia las encarnaban Gustavo Petro y Francia Márquez cuando ganaron las elecciones de junio de 2022. El mapa de su victoria pintaba una herradura con un extremo en La Guajira, recorriendo las costas de norte a sur y luego al oriente subiendo por la selva. Alrededor del 80 % de los ciudadanos de Chocó, Cauca, Nariño y Putumayo votaron por ellos para que pararan la violencia y el saqueo de sus territorios, y pusieran a marchar el Acuerdo de Paz para que los campesinos tengan la oportunidad de ser ciudadanos.
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También los eligieron los jóvenes y los profesionales educados, sobre todo en Bogotá, Cali y Barranquilla. Se conectaron con ideales mundiales: frenar la economía de los hidrocarburos, cuidar la biodiversidad y el agua, desterrar la violencia contra las mujeres.
Por eso, cada día sale una carta de las mujeres por la paz, de una asociación campesina de algún lugar, de artistas e intelectuales pidiéndole al Gobierno que organice, que nombre gente idónea, pero no desde la oposición, como antes, sino sintiendo que el mandato es de ellos.
Son esos sueños de la media Colombia rezagada del desarrollo los que están en riesgo apenas 10 meses de empezado el gobierno. Se nos esfuma esta oportunidad única de legitimar nuestra democracia ante esos millones de colombianos a los que esta les ha funcionado poco. Sin su inclusión real no habrá paz ni prosperidad que dure.
El caso de traición y polígrafos entre el embajador Armando Benedetti y su exempleada, la jefa del Despacho de la Presidencia, Laura Sarabia, en apariencia pura novelería, causa una herida grave al Gobierno. Es como si sus líderes no tuvieran conciencia de que la enorme responsabilidad que tienen les exige enfocarse en lo importante.
El episodio reveló cosas de fondo que están mal. Benedetti debería estar trabajando duro para amistarse con Venezuela, mantener la frontera abierta y, con ella, garantizar miles de empleos para los colombianos, y a la vez ayudar a que el ELN firme la paz. Colombia tiene además el desafío de servir de puerta amiga que dé salida a los cleptócratas que mandan en el vecino país.
Pero no. Armandito se aburre en Caracas, busca puesto en la Casa de Nari, de ministro, de algo que lo entretenga más. Toma costosos vuelos privados que le regalan “amigos”, de queridos no más; se va de paseo sin pedir permiso y pierde el tiempo urdiendo (o interviniendo, no se sabe) en asuntos turbios.
Laura Sarabia, como jefa de Gabinete, abusó de un poder que le quedó grande, llamando a la seguridad presidencial y usando sus equipos de polígrafo para resolver un asunto doméstico con su niñera. Si hemos de creerle al fiscal Barbosa y sus investigaciones extrarrápidas de conveniencia política, Sarabia habría llegado hasta incluir a su empleada en la lista de un cartel investigado por la Dijín para poder espiarla.
Gobernantes que deberían dar ejemplo de humanismo manipulan a una mujer humilde en sus vendettas de poder. Funcionarios públicos con efectivo escondido en cajones siempre quiere decir en Colombia que algo anda mal.
Petro se demora en reaccionar. Parece ausente, pendiente de las redes sociales como si, al no poder controlar lo que su Gobierno hace, solo le quedara salvar su relato de país. El caso da tristeza porque por un puñado de funcionarios livianos y abusivos —y un presidente que no consigue poner la casa en orden con claridad y celeridad— todos estamos perdiendo la preciada ventana que nos abrió una mayoría lúcida de colombianos con la elección de hace un año para consolidar, incluyendo a los marginados, una democracia duradera.