Gobierno uribista fracasa en garantizar la seguridad democrática
En Colombia, el año pasado, criminales cometieron 76 masacres de personas desarmadas, la peor cifra en seis años. Seis niñas estaban entre las víctimas, dice el recién salido informe de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
En Colombia, el año pasado, criminales cometieron 76 masacres de personas desarmadas, la peor cifra en seis años. Seis niñas estaban entre las víctimas, dice el recién salido informe de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
¿Cómo se explica semejante aumento precisamente en el año en que los encierros obligatorios de meses les dieron a las fuerzas de seguridad del Estado mayor margen que nunca para actuar?
Reporta la ONU denuncias del asesinato de 133 defensores de derechos humanos. Una de cada cinco víctimas era líder indígena. Estos emprendedores sociales empujan el desarrollo, la protección del ambiente, la resistencia a cultivos ilícitos y traficantes, y combaten la corrupción en el territorio. Cada caído nos aleja de la solución a nuestros problemas.
Pero no siempre los agentes del Estado ven a los líderes sociales como aliados. La ONU dice que acciones de policías y militares para el control del orden o contra el delito habrían terminado en la muerte de 73 personas inocentes, incluidos siete niños, y en la tortura de un joven por ser homosexual. ¿Qué acción legítima puede costarles las vidas a siete niños y el sufrimiento a una persona a quien el Estado mismo debe protegerle su libertad?
Los grupos criminales causaron el desplazamiento de 25.000 personas. En Ituango han sucedido varios. Campesinos dejando todo tirado porque alguno de los ejércitos que ven pasar a diario, se llamen disidencias o Caparrapos (e incluso, a veces, miembros de fuerza de tarea militar), los aterrorizaron. El Estado sabe hace tiempo que las bandas están peleándose el control de la droga que sacan al Bajo Cauca y luego a Córdoba, pero no consigue cambiar nada. Es como si el destino de Ituango, lo mismo que el de El Tambo en Cauca o de Quibdó, fuera inamovible, y si uno vive donde la mayoría es pobre y prosperan los negocios ilícitos, con seguridad perderá el hogar o la vida.
El gobierno de Iván Duque subió en 2018 gracias al miedo que le metió a la gente: a Fajardo le faltaría el pulso firme para traer seguridad y con Petro al país lo mandarían los guerrilleros. La ironía de la vida. Dos años largos después, bacrim y disidentes mandan en más regiones de Colombia y ni siquiera hay una estrategia de cómo enfrentar la violencia en expansión.
Múltiples organizaciones y centros de pensamiento le recomendaron al Gobierno un camino de salida: que con inteligencia estatal interrumpa la coordinación de los grupos criminales, impida que contraten sicarios por doquier y seque sus finanzas; que cree opciones reales de educación y trabajo para los jóvenes de los pueblos condenados a la violencia, para que no sean más carne de cañón; que elimine toda norma que aún avale el paramilitarismo y separe tajantemente a cualquier funcionario público implicado en ello; que limite al máximo la posesión de armas entre la población civil; que mande el mensaje, sin titubeos, de que líderes indígenas y defensores son los aliados de la democracia y el progreso social en el territorio y que respaldarlos debe ser responsabilidad y prioridad de empresas privadas, funcionarios públicos, iglesias y demás actores sociales.
Por ahora, le piden peras al olmo. El presidente sabe vestirse de militar y repetir, en eco del jefe y del partido, el obsoleto sonsonete de que seguridad democrática es igual a odio a las Farc. Entre menos efectivos son para enfrentar la violencia real que se nos está tomando de nuevo el país, más baten el fantasma de las extintas guerrillas como el origen de todo mal para disfrazar su fracaso.