El Eln hizo atentados donde le dio la gana la semana pasada. Puso una bomba en la carretera entre Socorro y San Gil, que hirió a varios contratistas del Invías; voló un puente en la Ruta del Sol, cerca a Curumaní, cortando así el paso principal entre la costa Caribe y el centro del país; incendió un camión sobre la vía entre Popayán y Cali. En dos capitales, Buenaventura y Arauca, comerciantes y transportistas cerraron porque no sabían qué podía pasarles. Sí sabían que nadie los iba a proteger.
Mientras tanto, en Fortul, hombres armados secuestraron a Guillermo Murcia, sobreviviente de una mina, candidato por la circunscripción de paz en Arauca. Por fortuna sus captores lo liberaron pronto, porque el Estado no lo hubiera conseguido. En San Martín, Cesar, la noche del 22 de febrero, otros hombres armados mataron a Teo Acuña y a Jorge Tafur, dirigentes campesinos y mineros de los sures de Cesar y Bolívar. “La serranía de San Lucas, ese milagro montañoso, era como otro dedo de su mano, como una ramificación de su conciencia”, escribió un reportero sobre Acuña y contó que días antes del asesinato había enfrentado amenazas e insultos de los familiares de un ganadero de búfalos que pretende ensanchar sus dominios sobre fincas de campesinos. Iban acompañados por la autoridad armada.
Llamaban a Acuña el Correcaminos por la velocidad con que recorría montañas, fue eso y el cariño que la gente le tenía lo que quizás lo salvó en los tiempos en que guerrillas y paramilitares se tomaron esos montes. El Estado, en lugar de ponerse de su lado porque defendía el derecho de la gente a vivir en paz en su tierra y protegía las ciénagas, lo acosó, lo metió preso y no lo salvaguardó cuando estuvo en riesgo.
Emerge otra vez el paisaje brutal de hace 20 años. Son los dirigentes dinosaurios de otra época que nos atascan en el pasado, porque insisten en recetas que ya fracasaron por más de medio siglo.
Los líderes de las guerrillas elenas —si es que siguen siendo guerrilla— creen que se trata de hacer ruido y volar cosas para demostrar un poder en campaña que harán valer en el diálogo con el próximo gobierno. Han repetido la fórmula decenas de elecciones desde que existen. Como si no hubieran visto que su violencia de casi 60 años solo ha servido para matar jóvenes, asustar a la gente y encaramar en el poder a fuerzas conservadoras y abusivas. Como si no entendieran que sus quemas de camiones son parapeto para que gamonales abusivos puedan perseguir a líderes sociales y ambientales como Teo Acuña, tildándolos de guerrilleros, y con ello conseguir el apoyo oficial.
El presidente Duque —si es que lo suyo sigue siendo gobierno— repite que “en Arauca hemos venido aumentando todo el despliegue, en Norte de Santander hemos tenido también despliegue”. Aunque joven, repite la misma fórmula de viejos gobiernos. Como si no hubieran visto que su represión de casi 60 años ha servido más para matar jóvenes, proteger gamonales y destruir el medio ambiente. Como si no entendieran que sus casi 300.000 militares no sirven para resolver los conflictos sociales, garantizar unas elecciones limpias ni detener la desesperanza en un país donde miles de jóvenes no estudian ni buscan trabajo y entonces se meten de delincuentes, vuelan puentes, queman camiones y dicen que la guerrilla está viva.
Estos líderes anquilosados han conseguido resucitar el círculo perverso del que nos había sacado el Acuerdo de Paz. Pero, eligiendo mejor, los colombianos tenemos la oportunidad de cortarlo el próximo 13 de marzo.