Se suponía que las próximas elecciones del 29 de octubre serían una fiesta. El Acuerdo de Paz, que se firmó hace siete años, abrió el camino para que los candidatos pudieran participar sin estigmas ni ataques de guerrillas o paramilitares. Por eso fue posible que en 2022 ascendiera a la Presidencia un candidato improbable, uno perseguido por tres décadas. Eso es democracia, cuando no es predecible el resultado.
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Aun si el gobierno de Petro resultaba regular o malo, su triunfo significaba caminar hacia el futuro, pues afianzaba la idea de que por fin habíamos cerrado el capítulo de la violencia como arma de la política. No obstante, a pocos días del cierre de candidaturas para elegir a 20.137 ciudadanos en gobiernos locales y del inicio oficial de campañas, el terreno electoral se siente enlodado, incluso ensangrentado, en demasiados municipios.
No es la situación de hace 20 años, claro, cuando los medios titulaban que 25 alcaldes habían sido asesinados y 500 más estaban amenazados. Los esfuerzos de paz sí han valido la pena. La de hoy no es tan atroz, pero sí más confusa.
No tenemos un conflicto armado interno entre líneas ideológicas que justifican su barbarie como necesaria. Ahora, grupos de criminales amenazan a candidatos que no paguen extorsión para autorizar su participación. Informó El Colombiano que una banda les exigió a todos los aspirantes a la Alcaldía de Briceño (Antioquia) pagar $100 millones. Aclarando la noticia de que cinco alcaldes de Cundinamarca estaban amenazados, el gobernador Nicolás García dijo que se trataba de extorsionistas desde la cárcel.
Para las elecciones que vienen, hay riesgo de ataques en 74 municipios, según informe conjunto de Registraduría y Defensoría. El defensor del Pueblo dijo que “hay una alta probabilidad de que los grupos armados usen la violencia para influir en las elecciones de alcaldes y gobernadores”. Ya atentaron contra Édgar Patiño, precandidato de Colombia Humana a la Alcaldía de Florida (Valle).
Sin importar si usan brazalete heredado de guerrillas o paramilitares históricos, los actuales grupos criminales fungen de políticos porque eso eleva y disfraza actividades delincuenciales mondas y lirondas. Se erigen estadistas en los pueblos olvidados de Chocó y de Caquetá porque es lo que vieron hacer a guerrillas o paras por años. Un alcalde dijo a La Silla Vacía que la banda armada de su pueblo lo llamó a “socializar temas relacionados con las elecciones”, en imitación de las viejas prácticas farianas, y lo amenazó por negarse.
Nosotros caemos en su juego, acrecentamos su poder llamándolos “actores armados”, que eran los enfrentados en tiempos de la guerra civil, o “disidencias de las FARC”, cuando la mayoría de sus integrantes jamás pertenecieron a esa guerrilla; o titulamos “paro armado”, cuando una mafia aterroriza a una región. Tenemos una manera de pensar, unas palabras, imbricadas en una cultura forjada en medio siglo de conflicto armado. Vemos el presente con categorías del pasado.
Importa cómo describimos lo que nos pasa porque ese prisma guía las soluciones que buscamos. Por eso la sopa de “paces totales” que cocina el Gobierno Petro es en gran parte responsable de que la criminalidad se sienta empoderada para influir en las elecciones que vienen; el comisionado dialoga con ellos otorgándoles la autoridad política que no tienen. Este Gobierno es el hijo legítimo de la paz firmada, pero se comporta con la culpa de los gobiernos de antes.
De ahí que las elecciones que vienen no se vislumbren como fiesta democrática. Auguran más bien un nuevo conflicto interno, impulsado por criminales vueltos políticos, porque no estamos defendiendo lo que ganamos en las palabras ni en los hechos.