Al cumplir su primer aniversario, el medio país que votó a Gustavo Petro quiere ver cambios radicales y concretos. Él mismo pone la vara tan alta de lo que significa su llegada al poder, que los logros de su primer cuarto de gobierno se ven pequeños. Además, la retórica apocalíptica de los opositores —amplificada por unos medios masivos— busca errores para justificar su cuento de que la vocación de este presidente es dictatorial.
Como resultado su popularidad ha caído del 50 % que votó por él en mayo de 2022 al 43 %, según el Latinobarómetro de julio; apenas un 7 % de desilusionados. En comparación, al primer año Duque había perdido 12 % de sus hinchas desde la votación y Santos, en su segundo mandato, al año había perdido 22 %, a pesar de estar a la puerta del histórico Acuerdo de Paz.
Entonces Petro en algo está acertando. Ha mantenido viva la esperanza de cambio: el ejército busca niños indígenas perdidos en la selva; el Gobierno no tolera que los guajiros sigan con sed en el país donde el agua abunda. La esperanza y la fe son sentimientos profundos que no se abandonan fácilmente.
Tiene un buen plan. Planeación Nacional trazó una hoja de ruta consultada con miles de personas, limpió la casa de alimañas que saqueaban los dineros de las regalías y de la paz, y propuso algo que es tan sencillo como emocionante: que el desarrollo económico consista en conseguir que todos los colombianos vivan con dignidad (y no sobre rellenos de basura como en Tumaco) y recuperar el agua que hemos contaminado y secado.
Ha sido más responsable en el manejo de la economía de lo esperado, tratándose de un gobierno que busca aumentar el gasto social. Está recuperando el Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles, tomando incluso medidas impopulares como subir el precio de la gasolina. No logró llevar el déficit a la meta original, pero aprobó una adición presupuestal por debajo de las demandas.
Hay más logros: 1.900 familias están recibiendo subsidios para vivienda a la semana, cuando antes 1.200 los obtenían; funcionarios del Minambiente celebran la autonomía y el norte claro que les da su jefa, y a más hogares les están formalizando la propiedad de sus tierras.
El balance anual obliga también a decir lo que anda mal encaminado, que no es poco. Nombramientos equivocados y falta de control, con el caso Benedetti-Sarabia a la cabeza. Salieron 11 de 18 ministros (o los sacaron) y aún no reemplazan a la ministra de Cultura, a pesar de las múltiples cartas de los activistas clamando que nombren a alguien admirable y visionario.
Una suerte de complejo de Adán —o la desconfianza de los otrora perseguidos— ha llevado al Gobierno a reemplazar mandos medios valiosos en seguridad, cultura, minería y transporte por gente a veces inexperta o incluso sin idoneidad. Por eso, quizá, ejecuta el gasto a paso más lento.
No obstante, lo más grave es que ha cometido errores de fondo. La reforma a la salud ha sido una tremenda terquedad que no resuelve el problema de calidad; si se aprueba, causaría inequidad y ya dinamitó la coalición del Gobierno, dejándolo débil para emprender otras reformas.
¿Quién no quiere detener la violencia? Pero la ambiciosa paz total tiene un hueco conceptual de fondo, porque sigue llamando conflicto armado a la lucha contra la delincuencia organizada. Desdibuja así su propia negociación con el ELN —que al menos es una guerrilla con historia— y debilita la mayor confianza que despierta este Gobierno progresista entre la población afectada por la violencia de esos criminales.
Ni revolución socialista, ni dictadura a la vista.