Iván Duque ha vulnerado todos los límites que la débil democracia colombiana imponía al poder ejecutivo. Logró tumbar temporalmente la Ley de Garantías que le impedía favorecer a los candidatos de su inclinación y partido; aun así, su impopularidad contagió a su candidato, que ostenta un pobre resultado.
Siguió con la intervención en la campaña electoral criticando y satanizando las propuestas del candidato de la oposición, cuando su función es garantizar la competencia electoral y no sesgarla a favor del candidato de su preferencia, Federico Gutiérrez. Eso parece haberle funcionado mal, porque le ha sumado puntos a la campaña de Petro al criticarla descaradamente.
Pocas personas hoy en Colombia creen que existe democracia, ante las sistemáticas vulneraciones a la competencia y a la objetividad que deben mantener la cabeza del Estado y sus funcionarios: registrador, procurador, contralor y fiscal. Cada uno de ellos ha mostrado sesgos perversos y además incompetencia en el desempeño de sus importantes funciones.
A pesar de tanto desprestigio, el presidente se sienta con los gerentes de los pulpos financieros a repartirles contratos de obra pública con desfachatez, a dedazo limpio. Tras su reunión con la Asociación Colombiana de Administradoras de Fondos de Pensiones y de Cesantías (Asofondos), anunció que $4,5 billones del ahorro de los trabajadores serían destinados a financiar proyectos de infraestructura. El Gobierno expresa que lo hace con el objetivo de que “el país aumente la cobertura vial y conectividad de nuestra nación”. Esta es una forma corrupta de tomar decisiones a favor de los dos fondos privados más grandes —Porvenir y Protección, con sus empresas de construcción Episol y Argos— que son perjudiciales para la economía y para los ciudadanos. Por lo demás, son inversiones con riesgo que pueden generar pérdidas a los trabajadores.
Hay mejores formas de contratar, como cuando se licitaban las obras entre muchos oferentes y se otorgaban a los que ofrecieran mejores condiciones de costo y calidad. De esta manera, se beneficiaba el país y los contratistas obtenían ganancias normales. Acá las dos AFP beneficiadas pueden inflar sus propuestas en sus componentes financieros y de obra propiamente y obtener ganancias extraordinarias.
Las obras terminan costándoles más al erario y al contribuyente por la asociación entre el Gobierno y unas pocas empresas que terminan entregando infraestructuras de mala calidad. Es también la razón por la que se construyen elefantes blancos, obras que nunca se terminan y quedan como testigos mudos de la corrupción de las costumbres políticas. Se informa de multitud de carreteras terminadas de cuatro carriles y modernas especificaciones, pero son escasamente transitadas. La razón: los peajes son prohibitivamente caros. Ya no se construyen obras con presupuesto sino por concesiones privadas que encarecen excesivamente su uso. Es así como la privatización de las obras frena el equipamiento de la economía y empobrece a los ciudadanos.
Muchas obras estratégicas debieran ser financiadas por el presupuesto público y no cobrar peajes por su uso, pero todas deben ser licitadas. Debieran también invitar oferentes extranjeros que introduzcan nuevas tecnologías y ahorros en el costo de las obras, que presionen a las empresas locales a mejorar su desempeño y calidad. Es lo que lograría la competencia tan loada por doquier, pero tan escamoteada en el país.