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La detallada —y escalofriante— cobertura de El País del juicio a Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública bajo el mandato del presidente mexicano Felipe Calderón, pone al desnudo la torpeza de los instrumentos que tenemos para hacer justicia.
El Gobierno de Calderón recibió un país con una tasa de homicidios baja (seis por cada 100.000 habitantes) y cinco años después se cuadruplicó, sin que el narcotráfico retrocediera ni un poco. Según la Fiscalía, mientras lo combatía en público, García Luna les recibía en privado millones de dólares a los capos. Era una guerra podrida.
Tan desesperanzador es ver que el instrumento principal para probar la culpabilidad de García Luna, aun en Estados Unidos donde la justicia es más fuerte e independiente, fue premiar la delación de delincuentes tenebrosos que se sometieron, acortándoles las penas. ¡Qué justicia más escuálida!
Un sometimiento similar pero con estructuras enteras de narcos propone la paz total de Petro. Algunos de sus críticos atacan la falencia ética de esta justicia que, por pragmática, resulta injusta para las víctimas y los ciudadanos de bien.
No obstante, según coincidieron varios expertos en un iluminador encuentro sobre conflicto y crimen organizado en América Latina, que llevó a cabo en días pasados la Fundación Ideas para la Paz, cuando el crimen se crece como pasa hoy en Colombia, también es deber ético del Estado acudir a los instrumentos que haya disponibles, por imperfectos que sean, para detener el daño que le hace a la gente.
El crimen organizado es serpiente voraz que se traga porciones del Estado, seduce a empresarios privados, sisea el miedo por los territorios y chupa las rentas disponibles. Se camufla de Estado o de rebelde, según gane más.
En este país que sufrió un conflicto armado interno en el cual miles de guerrilleros ejercieron una crueldad criminal para avanzar sus metas políticas, es difícil diferenciar a los criminales puros de los guerrilleros de antaño. La gente los ve iguales. Sin embargo, para que no sucumba, la paz total tiene el desafío de saber diferenciarlos.
Casi hay consenso de que se les puede abrir la última puerta a los del Eln para que dejen las armas y hagan política pacífica, acogiéndose al Acuerdo de Paz ya firmado de 2016 y a sus instituciones de verdad, justicia y reparación a las víctimas.
Pero librar al país del rezago mafioso que vivimos en el posconflicto necesita otros instrumentos. Uno de ellos puede ser el sometimiento a la justicia. Petro tiene razón en que para pacificar en algo al país no hay más remedio que intentarlo. Son unas 53 organizaciones criminales multimillonarias (se les calculan US$10.000 millones de ventas solo en cocaína en 2022) que cometieron 93 masacres el año pasado y van 14 en 2023. Aterrorizan a la gente, matan líderes sociales, reclutan jóvenes, corrompen la política y bloquean el desarrollo sostenible y pacífico de las comunidades.
Pero es solo eso, un remedio asqueroso que hay que tragar porque quizá lleve a aliviar a algunas poblaciones del yugo brutal de cinco o seis de las estructuras criminales más grandes. Incluso puede desenmascarar aliados estatales corruptos, como está sucediendo en el juicio a García Luna. Pero se equivoca el Gobierno si cree que es el único remedio. Sin conocer mejor estas estructuras mafiosas para asestar el garrote donde duela (desarme, congelamiento de flujos financieros ilegales) junto con la zanahoria del sometimiento, el Gobierno infla las falsas pretensiones de estadistas del Clan del Golfo y similares. Peor aún, sin estrategia clara para proteger a la gente de sus verdugos, este Gobierno de voluntad pacifista incluso arriesga la paz parcial que sí logramos.
