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¿Qué hace que hoy en día un museo sea especial? Su misión siempre ha tenido que ver con salvaguardar patrimonio y ponerlo al servicio de públicos. Sin embargo, en épocas de masificación de la cultura y viendo las filas de turistas haciéndose selfies frente a ciertos cuadros icónicos del arte universal, pienso cuál será la manera en que de verdad se den intercambios de sensibilidades que afecten nuestras maneras de existir. Creería, entonces, que el llamado es a buscar museos vivos, diálogos posibles.
El diálogo con el campo es algo cada vez más necesario: los jóvenes urbanizados no saben de dónde viene lo que comen, no se ensucian las manos por considerar que la tierra es antihigiénica y, frecuentemente, las usan más para “scrollear” a través de la pantalla. Encontré el Museo Campesino en Gachancipá por casualidad. Antes de encontrarme con cosas (lo que generalmente vemos en los museos), me reuní con dos personas maravillosas que hacen que aflore el orgullo campesino que todos los colombianos deberíamos tener. Cada vez más, el caos de la vida citadina nos impulsa a estar más cerca del verde y su aire, pero también de historias preciosas que están en vía de extinción, relatos de vida de trabajo duro y constante con la tierra, que se realiza con entrega y, sobre todo, con cuidado.
Doña Lilia Jiménez es portadora de los saberes de la región cundiboyacense, y su hija, Yesenia, consciente de la importancia de generar memoria en torno a los conocimientos de la vida rural, ha forjado un lugar que permita que cualquier visitante aprenda saberes que van desde tipos de gallinas, hasta el amplio universo de las semillas y los granos de la región, siempre desde una narrativa de sostenibilidad en torno a la necesidad de una soberanía alimentaria que permita un agro sin modificaciones genéticas, y cuyos productos generen cadenas de abastecimiento que privilegien lo local.
Con mucho esfuerzo han preservado la casa de bareque y techo de paja (arquitectura vernácula típica de la región) que tiene 130 años y era de sus antepasados. En ella están aún los elementos de la vida cotidiana de aquel entonces que, sin duda, generan nostalgia, pero que también revelan vidas duras y llenas de esfuerzo y disciplina. Se exhiben el dormitorio del bisabuelo con cujas y junto, o estera como colchón, además de sus cobijas elaboradas a mano, letras de cambio, calendarios y cartillas de aprendizaje para los primeros años de estudio.
La idea de recrear estos modos de vida en toda su humildad es especial, porque fue realizada por las mismas campesinas, y eso hace toda la diferencia: quien cuenta la historia ha vivido y vive aún del campo, así que su intención es que los modos rurales permeen a las nuevas generaciones. Además, un museo no necesita tener una infraestructura gigante. En este caso hablamos de una estructura pequeña que podría considerarse “pobre”, en relación con los inmensos museos que ofrece la vida urbana. Esto es lo que lo hace más perfecto: el museo es, ante todo, el paisaje que lo acoge. Un paisaje que, además, bajo el fuego de un fogón de carbón, integra la gastronomía: doña Lilia ha ganado premios por su sopa de indios y su arequipe de cubios. Nuevas etnografías para alimentar el espíritu paisano.
