Dentro de escasos dos días, Colombia elegirá gobernadores, alcaldes, diputados y concejales en un clima de intemperancia que dejará profundas huellas de ira e intenso dolor entre los vencidos.
Los comicios de antes, que se llegaron a llamar fiestas de la democracia y a los que se iba en paz y con alegría, se han ido convirtiendo en rings de boxeo donde hasta se matan los rivales en una lucha descarnada por el poder, detrás del cual están los oscuros intereses económicos que corrompieron nuestra política hasta volverla un botín burocrático de la peor calaña.
La política, que antes era el arte de servir a los demás —como románticamente se decía—, se convirtió en el arte de servirse de los demás para los propios intereses pecuniarios del aspirante.
Esos “padres de la patria”, no contentos con sus extravagantes sueldos y demás canonjías, están detrás de las comisiones que dejan los jugosos contratos otorgados como ñapa por los votos conseguidos, peaje vulgar e innegable que redondea sus pingües ganancias.
No de otra manera se explica por qué hay candidatos que les meten a sus campañas muchos millones, siendo que sus ingresos no alcanzan para ello. ¿Para qué semejantes “inversiones”?
Como en todo lo que hay dinero oscuro de por medio, la violencia entra a jugar un papel predominante. Por eso nuestra política se ha ido contaminando hasta llegar a los extremos que hemos visto con la compra de votos y de escrutadores, las fronteras invisibles, el amedrentamiento a los votantes y todo lo relacionado con impedir el libre ejercicio de la democracia.
¿Serán estas unas elecciones en paz? Y ni hablar de las venganzas que nos esperan de los perdedores, quienes podrían pasar de los insultos a las vías de hecho, en una reconciliación cada vez más lejana e imposible.
