Desde hace varios años, y por estas mismas columnas, he venido insistiendo en el peligro que corría Cali por culpa de su cercanía cada vez más cercana con los cultivos de coca y marihuana que hoy suman más de seis mil hectáreas en las goteras de Jamundí.
Como era de esperarse, llovieron sobre este escribano rayos y centellas tildándosele de alarmista, mentiroso y mil descalificativos más. Incluso, una columna en la que afirmé que los caleños debíamos poner las barbas en remojo porque el objetivo claro y preciso de la narcoguerrilla terrorista era esta ciudad fue desmentida tajantemente, afirmándose que nunca jamás tocarían a Cali y aseguraban que la capital del Valle del Cauca estaba blindada contra estas exageraciones.
Pues bien –o peor– pues mal, este grupo –la columna Jaime Martínez– no cumplió con su objetivo, que era la Base Aérea Marco Fidel Suárez, sino que estalló sus cilindros mortíferos unos metros antes y asesinó a siete personas, hirió a 76 y volvió eme viviendas y locales vecinos a varias cuadras a la redonda, produciendo una tragedia que nos hizo recordar la explosión del 7 de agosto de 1956 cuando unos camiones cargados de dinamita que venían de Buenaventura rumbo a Bogotá, estallaron en mil pedazos muy cerca de allí.
Menos mal que solo uno de los dos camiones fue detonado y al otro algo le falló y no fue accionada la carga explosiva, lo que motivó que varias personas lograran coger con las manos en la masa a los conductores del citado carromato, que resultaron tener un expediente delictivo relacionado con el terrorismo. Ojalá sean juzgados y condenados y no los designen jueces de paz.
O sea que la autoría de este exabrupto venía desde las montañas jamundeñas, que burlaron todos los retenes y entraron como Pedro por su casa por Candelaria pasando totalmente desapercibidos. Y si se trata de encontrar culpables, ellos están es en donde pululan las miles de hectáreas que no ha sido posible erradicar. Hasta que ello no suceda, seguiremos con la amenaza y el temor de que pueda repetirse.