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Es hoy por hoy el departamento más golpeado de Colombia. No hay día en que la narcoguerrilla no haga su presencia depredadora en sus municipios corregimientos y veredas.
Los drones han facilitado la tarea, pero la prevención, control y neutralización se volvió un imposible. Se salió de las manos de la Policía y el Ejército, a quienes cogen con los calzones abajo. La reacción de las autoridades, cuando no tardía o incluso inexistente, demuestra que están perdiendo la guerra.
Incluso las tomas de la Panamericana, carretera Internacional que nos comunica con el Ecuador ya son pan de cada día y han hecho de esta vía un lugar de alto riesgo y peligrosidad. El turismo, por ejemplo, se ha disminuido. En vano se hacen ofertas y promociones que quedan sepultadas con los hechos violentos que aumentan en frecuencia y alevosía.
Popayán, la otrora Ciudad Blanca, referente histórico y arquitectónico, está sitiada por los cuatro puntos cardinales y lucha con la precariedad de sus escasos recursos por mantener el cada vez más deteriorado orden público. Y ni hablar de las montañas caucanas, hoy repletas de incontrolados y crecientes cultivos de coca y marihuana que se han convertido en una bonanza para sus comercializadores, quienes no saben qué hacer con los dineros que reciben.
Como dicen ahora, el imperio del narcotráfico es quien manda la parada. Y de allí la violencia que crece “como crecen las sombras cuando el sol declina”.
Para completar, sumémosle las incursiones terroristas de los también cada vez más robustos frentes guerrilleros encargados ahora de mostrar su supremacía y generar el caos y el desconcierto, y he ahí la tormenta perfecta.
Frente a ello, las fuerzas del orden están desmotivadas y sin recursos y sus súplicas no son ni atendidas ni tenidas en cuenta. “Defiéndanse como puedan” es prácticamente la única respuesta que reciben de sus superiores.
Perdimos al Cauca y el sur del Valle del Cauca ya tiene sus barbas en remojo.
