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Perplejos quedamos los colombianos con el tristemente célebre primer Consejo de Ministros televisado en vivo y en directo la pasada noche del martes último. Usurpando los horarios preestablecidos de los canales privados y públicos, presenciamos el deplorable espectáculo de una gazapera más digna de un consejo comunitario de pueblo que de quienes gobiernan a más de 50 millones de habitantes. Un presidente regañando a sus más cercanos coequiperos y ellos defendiéndose de sus acusaciones y, a su vez, acusando a sus compañeros de gabinete por no cumplir con las instrucciones (?) de su jefe. Fueron creando un ambiente tenso que refleja la incoherencia, las rivalidades y el malestar que reina en la Casa de Nariño.
Además, el mal llamado líder que debería tener unos ministros trabajando de consuno por objetivos claros y definidos son ruedas sueltas que ni se conocen ni se tratan. Pero lo peor es que, y como lo manifestaron, no están de acuerdo con las recientes designaciones y hasta pusieron sobre la mesa las renuncias a sus respectivos cargos, lo cual podría producir una crisis ministerial (ya rodaron varias cabezas).
Es claro que no se tragan a Benedetti ni al nombramiento de la Sarabia, y así se lo expresaron los petristas pura sangre, decepcionados de su jefe. En medio de semejante zafarrancho, uno se pregunta si es posible que pueda funcionar un país cuyos ministros están inmersos en esos odios intestinos e irreconciliables.
Imaginen una empresa que tenga en sus cargos directivos a unas personas que se odian entre sí: sería un total fracaso. Y así está nuestra querida Colombia, cuyo presidente reconoció que del programa de gobierno que juró cumplir –y por el que votaron quienes lo llevaron al solio de Bolívar– solo el 25 % ha podido ser ejecutado cuando su mandato está entrando en la recta final.
Que tristeza por Dios. Y mientras se jalan las greñas, el rancho está ardiendo.
