Algo raro sucede en la capital de la Alegría, la tierra de la gente que canta y encanta, que baila y hace deportes. Según la revista Semana, se han producido este año 924 intentos de quitarse la vida, siendo efectivos 67 suicidios. O sea que estos arranques de desespero se producen 4,3 veces por día.
La escalofriante cifra no tiene comparación alguna con otras ciudades de Colombia ni con cientos de América. Duele decirlo, pero Cali es la capital de los suicidios del país, punteando los hombres, que triplican a las mujeres en esta dura realidad. Los adolescentes aportan el 30 % de los casos y llama también la atención el hecho de que un 46 % es reincidente.
Uno pensaría que al menos entre la población juvenil la motivación han sido las tusas producto de los cuernos y las infidelidades, pero no. Existen otras razones heredadas de la pandemia y su consiguiente enclaustramiento y del estallido social, que ha sido la revolución más violenta que recuerde la historia de la Capital de la Alegría, la salsa, el deporte y agregan por ahí que del demonio, el mundo y la carne.
En el fondo lo que hay es un problema de salud mental que nunca fue tenido en cuenta —desoyendo lo que clamaban docenas de psicólogos— y todas esas angustias y desesperos no fueron ni están siendo atendidos. Dejaron al garete los gritos de auxilio de quienes sufren el tormento, el no-me-hallo y la aburrición, síntomas inequívocos de que algo está pasando y que se han venido manejando con trago y quién sabe qué drogas.
Ah, mal que le causó a Cali el paro nacional que, hay que decirlo, no fue atendido como debió ser por el Gobierno Duque, pues no reaccionó con la premura que las circunstancias exigían y sus gentes siguieron encerradas y paniqueadas a punto de enloquecer.
Triste, muy triste que la tantas veces mencionada Capital de la Alegría sea hoy la capital de la tristeza, donde las funerarias no dan abasto y los ataúdes se han vuelto el mejor negocio de muchos carpinteros, que ya están hasta escasos de madera.