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Conocemos de cerca ciertos rasgos de la instrucción preescolar, en cuyo ejercicio pedagógico (digámoslo así, pedagógico) encontramos al varado que se puso allí para ayudarle a que tenga un ingreso mínimo, pues ha presentado hojas de vida por doquier y nada consigue. Desde luego, hay excepciones.
Es este el primer elemento que se nos ocurre al enterarnos de la tragedia estadística de los resultados de Colombia en las pruebas Pisa, deplorables, claro está. Como en ocasiones anteriores, por unos días se presenta el señalamiento hacia el Estado y se perturba el cotarro de los jerarcas oficiales, porque —¡oh, descubrimiento!— no se ha hecho lo necesario para avanzar en los niveles de formación de nuestros niños y muchachos y no tan muchachos.
Entonces volvemos al panorama que pinta el preescolar del país. Echemos una ojeada sobre ese espacio donde los enseñadores no leen —y más bien sienten bronca por las letras— ni conocen de didáctica ni entienden el material humano que tienen en sus manos. Es obvio que por allí aparezcan jóvenes con adecuada formación. ¿El resto? Educastradores, cultores del pensamiento mágico, incapaces de construir actitudes críticas desde los primeros estadios de la escala educativa, malos ejemplos por sus actuaciones, con grandes deficiencias que no perciben los inspectores, a la vez oficiantes de rutinas en sus visitas.
En medio de esa realidad de “educadores” y educandos, la población escolar llega a la secundaria, terreno en que hay algo parecido y donde algo se salva del sector público: poca lecturilla, escaso roce con el arte en los profes, estímulo a la sumisión. ¡Ah!... Además, con las secuelas de haber eliminado del pénsum algunas materias básicas —historia y otras— para la formación integral del alumno (convendría recordar el sentido etimológico de la palabra alumno, por donde ronda el sentido de “luz”, de “alimento”, factores que olímpicamente se desconocen).
Luego, a trancazos, llega el ingreso a la universidad, donde ya hay maestros cada día más idóneos, con creciente aporte de posgrados en su currículo, a lidiar con las deformaciones acumuladas del aparato educativo. ¿Es justo que un profesor universitario deba padecer un escenario tan poco abonado para la orientación y la enseñanza? Si la situación fuera otra, al arribar a los niveles superiores tendríamos un discurrir tranquilo en el proceso educativo.
Podemos decir, en fin, que la pirámide está invertida si la entendemos como se conoce en algunos países europeos, donde predomina la capacidad docente en los primeros años del niño, cuyos profesores tienen pleno reconocimiento social por su nivel intelectual, de modo a que los orientadores de secundaria y universitarios les queda relativamente fácil su labor.
Siendo menos cortoplacistas, pensaríamos en resultados vistos a 30 o 40 años, de suerte que debiéramos comenzar ya, sin limitarnos a mejorar con pañetes las pruebas del nuevo año. Confiamos en que ahora sí escuchemos y les prestemos atención a orientadores como Julián de Zubiría, una vida dedicada a pensar y quien siempre señala caminos.
Tris más. El presidente Petro tiene ante sí una tarea acorde con sus preocupaciones cotidianas.
* Sociólogo, Universidad Nacional.
