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Manuel Cepeda Vargas, el asesinado senador de la Unión Patriótica y padre del hoy precandidato a la presidencia de Colombia Iván Cepeda Castro, me compartió con mucha satisfacción el descubrimiento de un rasgo de la sensibilidad de su hijo, por entonces de apenas 11 años. Cuando cursaba su primer año de bachillerato en el colegio Camilo Torres de Bogotá, Iván resultó pidiéndole dinero a Manuel para reemplazar el lápiz que había perdido. El hecho se repitió más de una vez y Manuel descubrió que no había tal pérdida, sino que, viendo que algunos compañeros no tenían lápiz ni plata para comprarlo, Iván les regalaba el suyo.
Fue aquella una de las primeras manifestaciones de Cepeda Castro en la construcción del ser político que hemos conocido desde mucho antes que ingresara al Congreso, como representante y luego como muy reconocido senador. No sorprenden, entonces, las peculiaridades que muestra hoy en las entrevistas que concede o cuando expresa cómo debe ser el derrotero de su campaña. Tales puntos reflejan bien, además, la rectitud que conocimos en Yira Castro Chadid y Manuel, sus progenitores.
Aunque entonces yo sabía de su existencia, a Yira la vi por primera vez en 1965, cuando culminaba mi relativamente tardío bachillerato y aspiraba a ingresar en la Universidad Nacional. Eran los días en que el cura y luego guerrillero Camilo Torres Restrepo –ese particular sociólogo de Lovaina (Bélgica), capellán y cofundador del Movimiento Universitario de Promoción Comunal (Muniproc) y también de lo que fue inicialmente la facultad de la carrera– comenzaba a inquietar a los defensores del establecimiento.
En uno de esos momentos conversamos en la UN con Yira, quien se movía en busca de material para su labor como corresponsal de un medio de comunicación checo. Más tarde, hacia 1973-1974, nos conocimos mejor con la madre de Iván y hablé por primera vez con Manuel. De verdad, fue una buena experiencia estar cerca de esta pareja tan seria y que producía la mejor impresión, entregada a la causa popular. Había en ellos dos una actitud personal que fascinaba, y que desde luego se revelaba en el esmero con sus hijos, Iván y Marita, hoy instalada en Europa, donde ha construido una familia.
En esos días se presentó otra coincidencia grata: mi hija mayor ingresaba al colegio José Martí, de la educadora Gladys Ramírez, donde había estado Iván y continuaba Marita. El Martí era un colegio donde se compartía en medio de claras convergencias políticas y donde reinaba una pedagogía acorde con nuestras formas de ver el mundo. Allí conocimos a varios personajes de la cultura, muy queridos, como Jairo Aníbal Niño, con quien ya había cierta amistad desde cuando este moniquireño hacía literatura y teatro con apenas 16 años.
Ese tejido de sensaciones y encuentros, muy tocados por una innegable vocación por lo social y lo político, en el caso de Yira y Manuel se proyectaba en la formación de Iván y Marita, depositarios del ambiente de amor hacia ellos y de la rectitud que se respiraba en casa de los Cepeda Castro.
Como resultaba obvio, en los hijos de aquella pareja inolvidable se cocinaba un temperamento tranquilo y con un gran sentido de justicia que llevaría a lo que hoy son estos dos seres entrañables, y que, en el caso de Iván, dejan ver al caballero que no se ha dejado contaminar por un medio tan proclive a la trastada, la trampa y la jugadita, presentes en ese mundo a veces sórdido del Capitolio.
Iván Cepeda, hoy
En estos días vemos con mucha complacencia la actividad ejemplar de Iván, sintetizada en el acrónimo –o acróstico– que propone como brújula para su trabajo como precandidato. Nos referimos a ARTE (Austeridad, Respeto, Transparencia, Ética), que en este caso es algo más que un enunciado, dentro de los muchos que se ven en la montonera folclórica y clasista de candidaturas, sin desconocer naturalmente que algunas son respetables. Y es algo más, decimos, porque responde a lo que es la vida de Cepeda Castro, quien tiene como uno de sus mayores objetivos echar a andar una revolución ética, que implica enfrentar y combatir lo que él denomina macrocorrupción. Pensando en el factor “Respeto”, cabría expresar la certidumbre de que Iván Cepeda no estará de acuerdo, y debe decirlo, con algunas voces destempladas con las que se cuestiona a otros aspirantes del Pacto Histórico, cosa que se debe proscribir tajantemente.
La ecuanimidad de este aspirante se percibe en los hechos dramáticos que ha vivido, como la muerte de su admirable madre, apenas con 39 años, y el asesinato de Manuel. Cuando no había forma de salvar a Yira de una dolencia insuperable, recuerdo que Manuel, en el día de aquella partida luctuosa, en la mañana me dijo, con sus ojos encharcados, que había que alistarse para el desenlace.
Luego llegó el homicidio de Manuel cuando se dirigía al Senado, en cumplimiento de sus deberes. Pero así como Iván soportó la muerte de Yira, afrontó el asesinato de su padre, sin asomo de rencores y más bien entendiendo el hecho como algo propio de los riesgos de trabajar en favor de la gente. Esa comprensión de la vida le ha permitido a Iván ser el hombre desprendido que conocemos, como se vio al recibir la indemnización del Estado por el magnicidio. Días antes de hacerse efectiva la buena millonada, cierto personaje de la vida nacional le dijo a Cepeda Castro que ahora estaría feliz porque iba a disfrutar y llenarse de comodidades. Sin responder a esa observación de mal gusto, Iván dio una sorpresa parecida a una cachetada: endosó el cheque para ingresarlo en los fondos de Movice, el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, del cual Iván es cofundador (2003), para trabajar en favor de los damnificados de tantos desafueros como los que se han gestado desde el poder.
De suerte que este retrato periodístico es apenas lo que una vida limpia y ejemplar suscita en la conciencia de quienes conocen a este precandidato. Estamos seguros de que, si Iván ganara la elección presidencial, en gran parte el hecho se explicaría por su reconocida moralidad, que deja sin argumentos a sus contradictores.
Tareas urgentes para quien gane la elección
Al margen de quien triunfe en la contienda electoral, y frente a las preocupaciones que nos asisten por la situación de la moral pública, el elegido tiene una importante responsabilidad: es evidente que grandes sectores de la población carecen del asombro que debieran generar tantos hechos negativos de la vida nacional, que ocurren sin que la conciencia de la gente se sacuda. ¿Cómo entender, por ejemplo, que miles de falsos positivos, crímenes de Estado sin duda, pasen por el conocimiento de grandes sectores sin que estos se conmuevan? ¿Cómo asumir que el exterminio de la Unión Patriótica sucediera sin alterar la tranquilidad de tantos, con el agravante de que esos tantos se definan como practicantes de una religión mayoritaria? ¿Cómo puede ser que algunos protagonistas de la vida nacional exhiban manchas en su conducta y no sean castigados en la dinámica política? ¿Cómo no aparece un rechazo generalizado cuando, para ganar votos, se esgrimen formas bajas y mentiras contra los injustamente señalados, con tal de conseguir que nada cambie en un universo de desigualdades sociales?
De suerte que, como nunca se ha emprendido, es deseable la revolución ética que anuncia Cepeda Castro, así fuera lo único que se haga en un cuatrienio, a ver si por fin, y poco a poco, tenemos un país que muestre las fibras que duermen en las entrañas de los colombianos. Complementaríamos así dos designaciones que merecemos: “Colombia, el país de la belleza” y “Colombia, potencia mundial de la vida”.
* Sociólogo de la Universidad Nacional.
