El fondo del mensaje del Congreso al Gobierno es claro: cambios mesurados, conversados y que no pisen callos grandes. Es decir, revolución no, ni cambio de paradigmas, ni modificaciones profundas. Elige Petro si se conforma con reformas menos radicales, resultados generales para mostrar y un tono políticamente correcto con las bancadas mientras aparece otro motivo de disputa.
Las reformas tributaria, pensional y educativa coinciden en la incorporación de variaciones de menor calado y no aparecerán en los libros de historia como hitos en el gobierno del cambio. Puro trámite legislativo. Era eso o el bloqueo, la postergación o la incertidumbre.
Y se oyeron aplausos y hasta mutuos elogios sin importar que los cambios que pide el país que lo eligió, en materia de equidad y justicia social, sigan embolatados.
Hasta ahí, aparente empate para las extremas, así cada una reclame la victoria sin mayor justificación. Para el resto, la inmensa mayoría, el accionar político, lejos de la rimbombancia de los asesores y de la pedantería de los analistas, se reduce a ver resultados desde el punto de vista de la afectación particular y en el entorno: si mejora, se mantiene; si no, se cambia, como sucedió con buena parte de las elecciones en el Europarlamento.
Aquí, como allá, juegan cuatro factores: los MIP (problemas más importantes), la recordación de liderazgos en el alma de las masas, los algoritmos y el grado de afectación de las políticas en curso. En el primer aspecto, la seguridad incide en lo emocional; el empleo y lo económico inciden en lo material. Una parte, en manos del Gobierno; la otra, no tanto.
En el segundo, Petro solo necesita hablar, porque la oposición le hace la campaña y gratis. En el tercero preocupa la llegada a la contienda de más desinformación y más temor de la mano de asesores venezolanos radicados en Miami que apoyan a Bukele, por ejemplo. Y el cuarto es el que dirime, en contra del actual Gobierno, el presunto empate del reformismo soft, sobre todo si la ejecución no se acelera.
Esa mayoría silenciosa e informada que no cree en el pretendido castrochavismo, ni en la tal constituyente, ni en el riesgo democrático es furibundamente pragmática. Si las reformas no sirvieron, dirán al cabo: hay que cambiar al reformador.