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Son testigos mudos de lo que alguna vez quisimos ser y no hemos podido. Ahí está impávido y maloliente, desde que hay memoria, el río Bogotá. Solo equiparable a los ríos de tinta y saliva que corren para anunciar que “ahora sí” lo van a descontaminar. Una noticia idéntica todos los años, que repite la directora del acueducto, al alimón con su poco creativo jefe, el alcalde, muy dinámicos para castigar y nada eficientes para proponer o incentivar acciones ciudadanas como, por ejemplo, premios a quienes más ahorren agua.
El más reciente proyecto suma dos décadas y estuvo inerte como la vida del río desde hace 30 meses para tratar aguas residuales que van a parar al afluente. Tener algún día agua potable incide poco en la crisis de agua, pero algo es algo ante esta administración varada y ahogada por falta de ideas.
Ahí está también el esperpento ese que interrumpe tráfico y obstruye la vista en la Avenida de las Américas con calle 26 y que pretendía ser el Museo de Memoria Histórica luego de 150 mil millones de pesos lapidados en época de vacas flacas. Repite ese adefesio, eso sí de memoria, la historia de la 4G Autopista Río Magdalena y de tantas obras con pago anticipado y construcciones canceladas.
Y cómo omitir al metro que presentó retrasos ostensibles en el viaducto, sobrecostos y afectaciones a comerciantes y habitantes en sectores aledaños a la vía que avanza a paso de mula.
La lista incluye los diálogos con el ELN, agua para la Guajira, nutrición para el Chocó, reforma política y tantos otros pendientes que dan para pensar que es más viable comenzar otro país de ceros que enderezar el que nos niegan.
Que dejen todo así; al fin y al cabo, el olor del río, la panorámica del museo y la parsimonia del metro nos explican mejor que todas las compilaciones turísticas y los tratados urbanísticos.
