Lo acontecido el fin de semana, como casi todos, es muestra fehaciente de que al periodismo se le está escapando el mundo, como decía García Márquez. Y al decirlo, hay que remarcar excepciones, que las hubo, para no caer en generalizaciones.
La evidencia es esa historia maravillosa del hallazgo de cuatro niños indígenas, no suficientemente contada, o construida a retazos, con ese improvisado formato Frankenstein que se tomó las redacciones y que intenta narrar, sin lograrlo, sucesos a punta de reacciones, comentarios espontáneos, añadidos insulsos, posteos o especulaciones, una realidad que nos sobrepasa porque no pudimos asimilarla a través del lenguaje, relegado a la insistencia cansina de lo insólito del milagro repetido, al lugar común de construir héroes a diestra y siniestra, a versiones por falta de reportería y de salivar mientras se adjetiva y viceversa.
Al margen se intuía el sufrimiento sin nombre, tercer apellido de quienes habitan eso que llamamos territorio: desplazamiento forzado, maltrato familiar, insalubridad, soledad sin nombre y proverbial olvido estatal. Todo condensado en esa obsesión de nuestra realidad por construir relatos de no ficción.
Esa, y no la sectarización, el freno de mano a lo que huela a cambio, el odio visceral por los de abajo, la construcción de Petro como malo de la película, el micrófono fácil, la cámara gratuita, el testimonio manipulado o la foto maquillada para ideologizar a nombre de unos pocos… esa, decía, es la imagen genuina de lo que se rotula como la ‘Colombia profunda’.
Esa y la del inadvertido paro en Chocó, los intríngulis de la tregua con el ELN, el destino aplastante de mineros ilegales, las repercusiones en el bolsillo del ciudadano de a pie de indicadores económicos que suenan como alarma cuando suben y que nadie explica cuando bajan, son historias que se dan silvestres que no se cuentan o que, plenas de significado, pierden sustancia en la mediación opinativa, prejuiciosa, cuando no perversa, de quienes insisten en llamarse reporteros, con tiempo completo frente al computador y horas extras de indignación en las redes sociales, protagonistas del encendido debate sobre un país que ya no está o ya no es.