Nada, ni cifras, imágenes o noticias de otras latitudes hicieron ver la semana pasada como otra de tantas en pandemia. Como si de pronto hubiésemos dejado de creer en el virus y sus nefastas consecuencias. Lo demuestran carreteras atestadas, turismo desaforado, baja en protocolos de bioseguridad y el telepresidente bronceado en Cartagena, pero también otras señales de que este país volvió a su vieja anormalidad, con incremento de todas las violencias y víctimas, la increíble repetición de medidas para impedir que se abarroten las UCI y, especialmente, la indolencia de este Gobierno alcabalero.
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Nada, ni cifras, imágenes o noticias de otras latitudes hicieron ver la semana pasada como otra de tantas en pandemia. Como si de pronto hubiésemos dejado de creer en el virus y sus nefastas consecuencias. Lo demuestran carreteras atestadas, turismo desaforado, baja en protocolos de bioseguridad y el telepresidente bronceado en Cartagena, pero también otras señales de que este país volvió a su vieja anormalidad, con incremento de todas las violencias y víctimas, la increíble repetición de medidas para impedir que se abarroten las UCI y, especialmente, la indolencia de este Gobierno alcabalero.
Contribuye a la incredulidad el reporte diario de infectados, muertos y toma de muestras. Así no sea una regla de tres, resulta inquietante que la pandemia no haya tenido períodos valle, en sentido estricto, sino medios picos que se anuncian al mismo tiempo que bajan las muestras, que aumentan precisamente cuando suenan las alertas.
Preocupa que cercos epidemiológicos, rastreos y datos que parecían buenas ideas hayan desaparecido del lenguaje de las medidas, ya desgastadas por estar circunscritas a toques de queda, confinamientos y pico y cédula, sin suficiente apoyo para los más vulnerables; y que, cuando los indicadores de delincuencia y orden público deberían estar muy por debajo de 2019, hoy están cerca o los equiparan, como lo viven habitantes de 19 departamentos que están en manos de bandas criminales, como lo están las calles de ciudades principales.
Pero el síntoma más descarnado de que estamos peor que antes es el tonito sobrador y despiadado de los tecnócratas que quieren imponer la más cruel reforma tributaria de que se tenga noticia. Han acudido a eufemismos insultantes, como el de asistencia a programas sociales; a las barbaridades de querer gravar café, chocolate y salarios desde $2,5 millones mensuales; a pretextos como el de financiar la pandemia, unos $40 billones, que nadie sabe dónde están invertidos.
Antes que una reforma, semeja un bazar con metas y productos al vaivén de las ocurrencias de funcionarios desalmados que creen que todavía somos ingenuos.