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No. No hay que buscar explicación en números y cifras; ya sabemos lo fácil que es mentir con estadísticas. Este Gobierno inició con el pie torcido, no con la ventolera de malos augurios de aquel 7 de agosto de hace cuatro años, sino el día que Iván Duque se convirtió en coleccionista de espejos y espejismos, comenzando por aquel, silente y mentiroso, que instaló en su vida para ver cómo imitaba los discursos de oradores insignes que lo llevaron a meterse a la política y, de carambola y contra todas las predicciones, a resultar elegido presidente de la República.
Lo extravió el espejo esférico que, a manera de retrovisor, instaló en la Casa de Nariño para observar el gobierno anterior en busca de disculpas deformes que justificaran el tamaño de sus desaciertos, de su desconexión, de su falta de sentido común.
Lo terminó de perder el espejito de Blancanieves que lo reflejó en pantalla en sus horas insomnes mientras sus áulicos le hacían creer en sus dotes de anchorman, de showman, de muñeco de ventrílocuo en televisión.
Ensayó luego con espejos cóncavos que lo dejaron ver ora con su mirada perdida, ora con su soledad abismal, ora con su mala retórica distanciada de toda racionalidad.
Lo intentó con los espejos convexos para hacerse creer un personaje virtual, un líder imaginario, un presidente de silicona en este valle de lágrimas.
Y lo retrató el espejo de Alicia, la de este país de las maravillas, en el que al cabo de cuatro años él y los suyos creían correr más rápido, no obstante que estaban estacionados bajo el mismo árbol o quizás más atrás.
Ese juego de luces y reflejos tal vez sea la causa que explique, al escucharlo, que vive de espejismos cuando trata de justificarse con pandemias, huracanes o migraciones masivas, mientras al otro lado de sus espejos todas las voces y todas las imágenes le recuerdan al unísono que, como rezaba la vieja sentencia china ya citada aquí, las desgracias de la humanidad quizás tienen origen en los malos gobiernos.
