Otro sería el país si quienes anunciaron su retiro o distancia del gobierno lo hubiesen llevado a los hechos. O si quienes denuncian o dicen rechazar las prácticas de Benedetti lo denunciaran con hechos y no estuvieran esperando –como ese centenar de individuos que ya han desfilado por su oficina– a ver qué ofrece el nuevo patrón del tejemaneje político, si por ello entendemos la relación penumbrosa con partidos, disecciones, facciones o grupos de interés que al comienzo, o de contera, se cristalizan en el beneficio personal, con la disculpa de favorecer a un electorado que también votó con los mismos “principios”.
Porque el lubricante de la mecánica política, como se ha dicho, es esa doble moral que aquí se ingiere como un bebedizo en el que se mezclan utopías, valores, necesidades y señalamientos que buscan generar un complejo de culpa ajeno, en el que puede caber quien los efectúa. Por eso resulta, paradójicamente, tan inocua y tan eficiente. En lo primero porque los jueces, que somos todos, hemos bebido de la misma cultura del doble rasero, oportunismos y papayazos, que hace que la sintamos como pecado venial, olvidable y, a veces, hasta plausible.
Y en lo segundo, porque una vez surtido el escarnio público, que aquí tiene propiedades detergentes, se asuma como un mal necesario o una “falta táctica” para conseguir los fines.
Eso explica que esta debatiña, en vez de minar, coagula el teflón presidencial condimentado con el efecto pavloviano semanal sobre acciones, como el mindefensa de origen militar, o especulaciones como un nuevo consejo de ministros televisado que pone a salivar a todo ese país que se siente así más representado, con gobernantes iguales a ellos en deseos, egoísmos o ambiciones. En la medida que esa doble moral es más disruptiva o violenta, como en el trumpismo y sus imitadores nacionales, despierta admiración o adhesiones instintivas y, de paso, allana el camino a agresiones mayores. Claro, una cosa es la aceptación y otra cuando el patrón es el cinismo, que ya es el punto de no regreso.