No hemos sido buenos discípulos ni del enviado ni de quien lo envió, a juzgar por el incumplimiento de su legado. Y no hay que evaluarlo solo a la luz del evangelio, el de las palabras mayores, también bajo la lámpara del recuerdo del entrañable papa Francisco, tan unido a esta tierra que hoy lo llora. Una unión que va más allá de lo geográfico o lo idiomático y que hizo parecer que nos miraba con ternura en medio de la adversidad y la desolación.
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Primero porque no fuimos capaces de responderle con hechos a su saludo casi eufórico un año después de la firma del acuerdo con la guerrilla. La paz sea con vosotros, nos dijo para que nos la quedáramos. Y la echaron, la echamos a rodar por el desfiladero de las ambiciones, vanidades e intereses que hoy nos tienen igual o peor que antes. Segundo porque no fuimos capaces de ayudarlo a él y a los adultos de este país a no acostumbrarse al dolor y al abandono, como nos los pidió, nos los repitió y casi nos lo imploró, porque tal vez presentía que la desgracia de la violencia se nos había convertido en paisaje. Tercero porque, no obstante sus precisas advertencias, nos dejamos enredar por historias viejas, por recuerdos roñosos, por memorias selectivas atadas a rencores, cuando no a venganzas inextinguibles. Cuarto, porque nos hemos quedado como congelados en el tiempo, repitiendo ciclos con la mirada perdida, a pesar de sus exhortaciones de movernos, arriesgarnos, de no tener miedo, de ir hacia adelante, de descubrir el país que está detrás de las montañas, de la Colombia profunda. Quinto, y sobre todo, porque no lo escuchamos cuando, en voz alta y en tono de súplica, pidió, especialmente a los jóvenes, no dejarse robar la alegría, esa que decimos que nos identifica, esa que dicen que es el talante nuestro, esa que parece cada día más distante…
No exageremos. Admiradores, tal vez, pero ¿buenos discípulos o parte de su legado?