La política antidrogas colombiana es una mera imposición de la política de militarización y criminalización creada en la década de 1970 por Estados Unidos. Las cifras oficiales muestran que no ha tenido ningún efecto en el consumo en ese país, pero sí un costo altísimo en la destrucción de su tejido social. Según el National Center for Health Statistics, entre 2002 y 2017 ha habido un aumento en el consumo de alcohol y drogas en prácticamente todas las sustancias, medido por edades, origen étnico y sexo.
Entre 2002 y 2018, 1’650.000 personas en promedio cada año fueron arrestadas por posesión de drogas, especialmente marihuana, de acuerdo con el FBI. Esto es tres veces más que en 1980, lo que -además- ha sido un factor del incremento de la desigualdad por la vía de la discriminación, pues el 80 % de los arrestados son población negra o latina, según datos de Betsy Pearl and Maritza Pérez.
Ante semejante fracaso en la política, pareciera que la legalización de la marihuana en nueve estados de ese país va en la dirección de dar un paso desde el prohibicionismo hacia el manejo como un asunto de salud pública. Como ocurrió tras la ley Volstead, los efectos positivos en la recaudación no se han hecho esperar. De acuerdo con Tax Policy Center, tan solo en 2018 los nueve estados recaudaron más de US$1.250 millones en impuestos estatales, unos $4,7 billones a la tasa actual. Otros 18 estados ya están caminando hacia la legalización. Canadá recaudó US$139 millones en impuestos en los primeros cinco meses de legalización y en Uruguay ya hay 20 empresas que generan 3.000 empleos directos.
En Colombia, el único camino probable para la reducción de la criminalidad asociada con las drogas y reorientar hacia sectores productivos parte del colosal presupuesto en seguridad sería la legalización de la producción y el abordaje del consumo como asunto de salud pública, empezando por la marihuana. Debe ser un proceso dirigido por el Estado, que ponga fin a la política impuesta desde el Norte. Allá solo ha corrompido aún más la ya débil escala de valores de su sociedad y aquí propicia toda clase de violencias, para sostener un negocio ilegal que produce alta rentabilidad para unos pocos, pero que al campesino solo le trae pobreza y al consumidor degradación.