No es ningún secreto que en Colombia tenemos la cultura de la pérdida de tiempo. A nuestros burócratas les encanta crear trámites que mortifican al ciudadano. Para cualquier servicio del Estado es necesario ir a un montón de oficinas inoperantes, llevar una infinidad de papeles que ya tiene el mismo Estado y rezar para que no haya que regresarse frustrado porque se “cayó” el sistema.
¿Por qué el Estado nos pide una fotocopia ampliada al 150% de un documento que expide el mismo Estado? ¿Por qué carajos al 150%? ¿Imposible que sus sistemas estén vinculados? ¿Por qué no descargan un programa que amplíe la fotocopia al 150%, al 200%, al 700% o al tamaño que le plazca al burócrata de turno? Nadie sabe.
Pero de todos los trámites, hay uno que se destaca por su altísimo costo y su inutilidad evidente. El peaje que tienen que pagar los jóvenes para conseguir un empleo: las tarjetas profesionales.
Las tarjetas profesionales de un médico, un abogado o de un ingeniero que construye un edificio pueden ser útiles: son profesiones de alto riesgo y es posible, en cierta medida, determinar cuándo hay negligencia. Pero para el resto de las profesiones, estas tarjetas no sirven para nada.
Supervisar la negligencia en profesiones como la administración o la economía es imposible. Y como es imposible, lo único que logra este requisito de una tarjeta profesional es hacer que los jóvenes recién graduados tengan que darle una plata a una organización que no hace nada, a cambio de un carné. Un consejo que dice verificar, pero no verifica, que dice supervisar, pero no supervisa, y que dice regular, pero no regula.
El trámite para sacar estas tarjetas consiste en entregarle al consejo una copia del diploma universitario para supuestamente volver a “verificar” lo que ya verificó la universidad (que a su vez es vigilada por el mismo Estado) y cobrar una millonada ($320.000 para la profesión de economía) por emitir un plástico.
Un Estado moderno le permitiría a un empleador meterse a una página web e ingresar la cédula del ciudadano para verificar un título sin necesidad de todos los trámites, papeles, carnés y cobros en los que insisten los consejos.
Pero así la universidad y el Ministerio de Educación ya hayan certificado que una persona cumplió los requisitos para ser economista o administrador, los consejos se aseguran de que la ley nos obligue a todos a pagarles un peaje a ellos para poder ejercer la profesión de la que nos graduamos. Esa labor burocrática de entregar papeles y plata para recibir un pedazo de plástico no le provee información ni valor a nadie, la única razón por la que la gente la saca es porque hay una ley que los obliga.
¿Cómo le explica uno a una niña de 10 años esta situación? No hay ningún argumento lógico: imposible un #EconomíaParaMiPrima cuando el argumento no responde a la razón, sino a unas ganas de más burocracia para enriquecer a rentistas.
Muchas personas han querido “regular” todas las profesiones, incluyendo la profesión de “artista”, para otorgarse a sí mismos el monopolio de cobrar por decirles a otros qué profesionales son lo suficientemente profesionales y quién tiene derecho a trabajar.
Mi prima y yo consideramos que eso es un absurdo: lo que necesitamos es derribar las barreras para el trabajo formal de los jóvenes, no aumentarlas.
También consideramos que lo que necesitamos es más libertad, empleo y competitividad, no más burócratas poniendo requisitos y cobrando peajes. Y, por supuesto, combatir esa fatal arrogancia de la que nos hablaba Hayek cuando veía un pequeño grupo de personas creyendo que pueden decidir mejor que las empresas mismas sobre qué profesionales contratar.
Nota. Por esa razón, Juan Oviedo, Francisco Azuero y yo escribimos un proyecto de ley, que hoy apoyan varios parlamentarios, para eliminar el requisito de la tarjeta profesional de casi todas las profesiones y beneficiar a millones de jóvenes recién egresados.
Pronto más noticias.
martin.jaramillo@email.shc.edu