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Apagando el fuego con gasolina en la tributaria de Gustavo Petro.
Decía el hacendista del siglo XX Esteban Jaramillo, tal vez el mejor en la historia de Colombia, que en el abanico de los diferentes impuestos posibles había unos mejores que otros. Entre los buenos estaba el impuesto de renta, el cual Esteban trajo al país, y entre los menos decorosos estaban aquellos que perjudican la inversión, el bienestar de la clase media o a las clases populares.
El recuento de todos los impuestos estaba en detalle en su icónico libro Hacienda pública, de 1925. Entre las decenas de impuestos que describe el hacendista antioqueño hay uno en particular que se destaca para las discusiones contemporáneas. El tipo de impuesto que se establece “con fines moralizadores”.
El libro señala que “a esta clase pertenecen los que gravan el lujo o el consumo de objetos antihigiénicos, peligrosos o corruptores”. Son impuestos que buscan influir en la población para que actúe “moralmente” de acuerdo a una escala de valores gubernamentales. Algunos de los ejemplos que nos señala el tratadista están entre lo divertido y lo preocupante.
Se han propuesto tributos que van desde impuestos a los matrimonios de las ricas americanas con nobles europeos hasta impuestos para los hombres solteros en búsqueda de “disminuir los huelguistas de la procreación”. También se pretendió en una época “moralizar” con impuestos a los hombres célibes y, por orden del papa de entonces, a los sacerdotes con barba. Impuestos para fomentar las buenas prácticas: toda una revolución conservadora.
Por fortuna, Jaramillo no creía en esa pretensión de conocimiento, en la capacidad del Estado para clasificar los actos correctos de los incorrectos. No es capaz el Estado —decía el tratadista— de y servir de “guía de conciencias”. Al describir el impuesto, Jaramillo señaló lúcidamente los objetivos: “El fisco viene a convertirse por este medio en un instrumento de la autoridad política o religiosa para moralizar la sociedad y volver por la corrección de las costumbres”.
Algo parecido, me es inevitable recordar, pasa en las actuales discusiones sobre el impuesto al Chocoramo en la más reciente reforma tributaria. La guerra mediática en contra de los alimentos industrializados (mal llamados alimentos ultraprocesados) va a terminar —con la pretensión de moralizar a la gente en su dieta— afectando a los consumidores colombianos en una situación crítica de alta inflación de alimentos, especialmente a los más pobres.
Según la reforma tributaria actual, este es un impuesto que se aplicaría a productos del día a día. Al chocolate de por la mañana, al café soluble y a las galletas Ducales. También al Chocoramo, al polvo para hacer tortas y, para que se preparen para la desplumada, también encarecería la natilla y los buñuelos.
La salsa de tomate y el paquete de trozos de pollo quedarán doblemente gravados, tanto por el plástico, como por ser productos industriales. Si la comida familiar termina con helado, bocadillo o una barrita de cereal, nos tocará pagar impuestos una vez más.
No hay un solo estudio que muestre con un contrafactual adecuado que el consumo de Chocoramo o similares afecte a algún tercero, tampoco se ha demostrado que este u otros impuestos similares hayan reducido la obesidad en los países en los que se han implementado. Los estudios que suelen mostrar los defensores se limitan a señalar que se reduce el consumo de un producto que unos terceros paternalistas consideran indeseable: al igual que los impuestos moralizantes de inicios del siglo pasado, buscan limitar la conducta de personas que no le están haciendo daño a nadie.
Esta idea se lanza a la opinión pública en un contexto donde la inflación anual es del 11,44 % y la de alimentos en Colombia es del 26,62 %. Eso significa que un alimento que costaba hace un año $1.500 hoy cuesta $1.700, y la gran idea de la tributaria es que termine de subir a $2.000. Literalmente, ante el incendio de la inflación de alimentos, estos bárbaros proponen apagarlo con gasolina.
