Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Las democracias en América Latina siempre han traído un tenso equilibrio entre los políticos y la élite de expertos que sabe manejar el Estado. Un equilibrio de Nash, si me lo permiten.
Hace un par de semanas, La Silla Vacía revivió este debate centenario hablando de la renuncia de Alejandro Gaviria, narrando una crónica de inicio y fin de una tecnocracia que empezaba con Carlos Lleras y terminaba con los recientes despidos entre disgustos con Gustavo Petro. El artículo señalaba las dificultades que tiene el proyecto político que hoy dirige el Estado colombiano relacionándose con los expertos que necesita para que sus deseos se conviertan en resultados.
En Colombia esa tensión siempre ha tenido un equilibrio de Nash: un equilibrio ineficiente para el país en conjunto, pero eficiente y estable para cada uno de los actores.
En ese tenso equilibrio, los políticos le han “cedido” democracia y poder a los técnicos confiándoles no el “qué” pero sí el “cómo” de las políticas públicas. También les entregaron las cuentas en el Ministerio de Hacienda para no quebrar el Estado, el manejo monetario al Banco de la República para no destruir la moneda y la estructuración de los Planes de Desarrollo en el Departamento Nacional de Planeación para poder ejecutar sus proyectos. Ninguno de ellos fue por altruismo, faltaba más, sino porque lo han considerado conveniente en el largo plazo.
El actual gobierno llegó al poder con grandes ambiciones y un amplio margen político para llevarlas a cabo, pero sin el pragmatismo que requieren los cambios en el servicio público.
Las mayorías en el Congreso y la expectativa de cambio de la opinión pública las están dilapidando, presentando proyectos mal formulados, cifras falsas y problemas mal diagnosticados. Proponen destruir las EPS antes de entender el problema de calidad, proponen “reforzar” los contratos de trabajo sin darse cuenta de que va a causar más desempleo y proponen suspender las exploraciones de petróleo sin saber su impacto en la pobreza de los colombianos. De paso, echan a los funcionarios que piden un análisis serio antes de presentar las reformas.
Está clarísimo que las democracias modernas necesitan de los políticos elegidos por la ciudadanía mediante el voto popular para guiar el camino, pero es imposible prescindir de los tecnócratas si se quiere llegar lejos. Los unos tienen el timón del carro con los nombramientos y la dirección del presupuesto y los otros tienen el motor para echarlo a andar.
Pensarlos como rivales, como parece que lo hiciera en ocasiones el actual gobierno, es un tiro en el pie. Al fin y al cabo, en la competencia democrática, los movimientos necesitan de relatos, narrativas y política en el corto plazo, pero más temprano que tarde necesitan entregarles resultados tangibles a los ciudadanos si se quiere continuar el proyecto político. La promesa de “vivir sabroso”, en cabeza de Francia Márquez, pudo haber sido efectiva electoralmente, pero los votantes de esa idea le van a pasar la cuenta de cobro si dentro de cuatro años no han probado el primer gramo de la sal en el sabor de la vida.
El escepticismo que le tiene un gobierno ansioso de poder a los tecnócratas puede ser comprensible: los técnicos les ponen restricciones, método y requisitos a los proyectos políticos, y las expectativas de cambio muchas veces no dan espera. Eso sí, el pragmatismo que han tenido otros gobiernos para mantener la institucionalidad alrededor de los expertos es lo que les ha permitido lograr resultados concretos de largo plazo.
Eso, al final del día, es lo democrático y lo más conveniente para una coalición que no quiere perder las siguientes elecciones, porque el ciudadano de a pie, afortunadamente, está menos interesado que ellos en las arengas ideológicas del político de turno. Si no hay comida en el plato, empresas privadas contratando y una atención médica eficiente, el voto por la muy prometida “vida sabrosa” no va a ser un voto que se repita.
