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El 26 de septiembre, el Gobierno y las Farc firman el Acuerdo de Paz.
El 2 de octubre, 50,2 % de los votantes rechazan el Acuerdo en las urnas. El 4 de octubre el presidente Juan Manuel Santos anuncia que el cese del fuego con la guerrilla se extiende sólo hasta el 31 de octubre. El 5 de octubre decenas de miles de personas salen a las calles a pedir un acuerdo. El 7 de octubre el Comité Noruego le otorga al presidente Santos el Premio Nobel de Paz. Pasamos por un momento muy particular, donde se mezclan la incertidumbre, la esperanza y la frustración. Aún no se sabe cuándo y cómo entrará a regir el acuerdo definitivo de paz. Pero este es el momento de insistir más que nunca. La guerra no sólo condena a una nueva generación de colombianos, sino que pone en jaque el futuro medioambiental del país.
Más de cinco décadas de conflicto dejaron millones de desplazados, asesinados, desaparecidos y secuestrados. Para la naturaleza, las consecuencias también fueron devastadoras. Más de 4,1 millones de barriles de petróleo han caído en los ríos por voladuras de oleoductos en los últimos 30 años. Más de 608.000 hectáreas de bosque tropical, cuatro veces el área de Bogotá, se han convertido en cultivos de coca en los últimos 15 años. En 2015 se deforestaron 124.035 hectáreas, en buena parte por la minería ilegal, y en 2014 se vertieron 205 toneladas de mercurio en los ríos del país por la misma actividad.
En las zonas más remotas y biológicamente ricas del país, el conflicto evitó que existiera una presencia fuerte del Estado. El 82 % de las regiones priorizadas para un eventual posacuerdo son zonas de frontera, con importante cobertura de ecosistemas naturales y suelos frágiles. Cerca de 90 % de los municipios priorizados para el posconflicto tienen algún tipo de protección o regulación de uso como parques naturales o reserva forestal.
Por eso, la firma del Acuerdo de Paz es urgente y primordial para poner el país en una senda de desarrollo sostenible, bajo en carbono y compatible con el clima, que cierre la brecha económica y social entre campesinos y citadinos, y que proteja y valore los recursos naturales. La paz puede propiciar esfuerzos para trabajar con las comunidades, la cooperación internacional, las empresas, las instituciones y todos los sectores para enfrentar las causas del conflicto, que no van a desaparecer como resultado de un acuerdo, pero que sí son una amenaza para la conservación y un futuro sostenible. Con la paz podemos invertir en la innovación, como energías alternativas renovables para las regiones no conectadas.
Hay que trabajar en estrategias que construyan una visión de territorio sociocultural y ambiental y articulen procesos de planeación territorial incluyentes y participativos. Busquemos propuestas de desarrollo con enfoque local que mantengan la biodiversidad, los servicios ecosistémicos, las dinámicas hidrológicas, los sistemas productivos sostenibles, y que construyan territorios resilientes, especialmente para enfrentar los riesgos climáticos.
Para que el medioambiente se conserve, y con él todo nuestro futuro, hay que fortalecer la gobernanza territorial del campo. Las regiones pueden ofrecer opciones al país diferentes a las economías extractivas que han caracterizado históricamente a muchas regiones como el Chocó, el Amazonas y el Orinoco. En los Andes y el Caribe hay que ordenar y reordenar las cuencas y proteger las fuentes de agua que abastecen al 70% de los colombianos y a la mayor parte del sistema hidroeléctrico.
Defender la paz es defender la naturaleza, la biodiversidad única de Colombia y sus ecosistemas. Las áreas protegidas, los bosques, los océanos y los ríos son la fuente primordial de vida para más de 48 millones de colombianos que queremos un desarrollo sostenible y una paz duradera.
